Lo que nos pasó, las consecuencias y la emergencia de nuevas formas de producir, intercambiar y consumir, que privilegian cada vez más los valores de uso de los productos y servicios que nos rodean, tendencias que las nuevas tecnologías de la conectividad facilitan
Antes de la pandemia neoliberal, en Argentina tuvimos, al menos durante algunos años, Estado de Bienestar, un sistema que llevaba en sí una cierta idea de la familia y del ciclo de vida de las personas. Allí, el trabajo, concebido como un empleo bajo contrato indeterminado, era para toda la vida, posiblemente en el mismo lugar y a su término seguía la jubilación, con una serie de beneficios pensados como seguridad social. La familia era sostenida por el salario del hombre proveedor y en determinados momentos de insuficiencia, el Estado asistía a la familia. El papel de la mujer estaba centrado en el cuidado familiar y social.
Instancias sociales superiores ocupaban un lugar en ese esquema: el Estado de Derecho comprendía derechos no sólo civiles y políticos sino también sociales, culturales y económicos, garantizando un “piso” de condiciones de acceso familiar a la salud, a la educación, a un trabajo estable, a una vivienda digna, a una jubilación gozosa. El Estado redistribuía y aseguraba en los hechos esas condiciones básicas. Los bancos financiaban el progreso familiar, el movimiento productivo y el funcionamiento social.
Por supuesto, paralelo a la caída de ese modelo ocurrieron transformaciones en las relaciones familiares y en el lugar que se otorga a la mujer tanto en la actividad productiva como en la familia, frente al hombre y frente a su propia autopercepción. Lo propio ocurriría con el trabajo, ahora un “mercado” cada vez menos homogéneo y estable.
El neoliberalismo tuvo efectos integrales sobre todos esos componentes: barrió con parte de las estructuras estatales de protección social en Argentina, agravó la desindustrialización, masificó el desempleo y la pobreza, creó nuevos ejércitos de excluidos y ensanchó los bolsones de marginalidad. Trajo un “salvaje oeste” de desindustrialización, financierización, especulación, destrucción de Estados y de la demanda y no fue sólo en Argentina. Hoy el mundo vive en una constante y creciente crisis económica, social y ambiental, ahora superpuesta a nuevos emergentes que van tornando como caótica la gobernabilidad internacional y de las sociedades insertas en ella.
Pero nadie piensa en volver al Estado de Bienestar. A lo sumo, hay intentos de volver a un keynesianismo primario tipo posdepresión de 1929, alternativa que vimos reaparecer tras el coronavirus y el aislamiento masivo: políticas que buscan salvar la oferta, “anabolizar” la demanda echando mano de políticas redistributivas superpuestas, tanto para las empresas y las industrias cuanto para los consumidores y que buscaron que las sociedades puedan volver a girar en torno del mercado. Duraron poco y el neoliberalismo más salvaje reapareció más temprano que tarde.
Sin embargo, el Estado de Bienestar existió, se vivió como experiencia, se hizo cuerpo y dejó una marca social. Quizás es el origen de movimientos que se dan por abajo, que podríamos caracterizar al mismo tiempo de resistencia como de búsqueda de alternativas al des-orden vigente, al “desarrollo de la pobreza”.
Que entroncan en tendencias que trajo la “modernidad reflexiva” o la “sociedad del cansancio” que otorgan base a “nuevas” formas de producir, intercambiar y consumir, que privilegian cada vez más los valores de uso de los productos y servicios que nos rodean, tendencias que en muchos aspectos las nuevas tecnologías de la conectividad facilitan.
Para el caso, hay que mencionar la llamada “economía en colaboración”, la “economía de lo compartido”, aspectos de la “economía naranja” como variantes de nuevas expresiones que se dan al interior mismo de la economía capitalista, nacidas “desde abajo” en redes sociales y tramas locales y que recuperan expresiones de la reciprocidad.
Es cierto que no cuestionan al sistema, como sí lo hace la economía social, comunitaria y solidaria en su teoría, en sus prácticas y en sus movimientos sociales. Pero van horadando al sistema tanto en su centralidad (los resultados económicos) como en su legitimidad pública, combatiendo a sus propios modos la “batalla cultural” necesaria para el cambio propugnado. A su lado, por supuesto, debería acompañar la batalla política, ya que el Estado puede ser un poderoso instrumento catalizador de cambios sociales.
Son movimientos que plantean la transformación hacia una economía plural como puente a un sistema alternativo, transitando desde las resistencias hacia la búsqueda de alternativas, construyendo desde la materialidad de la reciprocidad la nueva conciencia social que acompaña ese proceso.
Hoy, en medio de tanta asfixia neoliberal, persiste en muchos espacios sociales una multitud de prácticas que se rigen por una racionalidad no capitalista, que constituyen posiblemente embriones de una sociedad distinta. En esa multitud de prácticas, la solidaridad económica opera de modo central y estable como un factor económico o fuerza productiva que crea valor, que tarde o temprano termina teniendo expresión social, pública, como una energía social que otorga beneficios positivos al grupo que es parte de esa práctica comunitaria u organizacional.
Por supuesto, si tuviéramos una clase dirigente comprometida con mirar a la sociedad y no al mercado, existe una serie de medidas que pueden tomarse desde el ámbito de las políticas públicas que no sólo pueden proveer a la valorización de ese factor económico e ingresar de ese modo al “sistema de premios y castigos” que rigen todo régimen económico sino que también se pueden establecer otra serie de incentivos para economías creadoras de trabajo, economías de acercamiento entre productores y consumidores, economías de promoción del emprendedorismo y la producción popular, economías de colaboración entre las unidades productivas que valorizan el factor comunitario y economías de asociativismo para lograr volumen o escala en las producciones populares.
Hay un bagaje muy rico de metodologías que introducen participación, reciprocidad, redistribución, en los circuitos económicos y que permiten que desde el corazón de esas vivencias nazcan nuevos valores solidarios.
Las correlaciones de fuerza no son algo dado, son parte de la dinámica social, política, económica. Se modifican por la lucha política, por Estados o políticas públicas que premien la otra forma de hacer economía; por la batalla cultural pero centralmente desde el mismo corazón de la economía, multiplicando espacios que permitan a las grandes mayorías de personas reproducir sus vidas en un entorno de relaciones económicas no asfixiantes, no destructivas, no inhumanas sino creadoras de humanidad.