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McCarthy–Perón, ¿una extraña amistad?

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Por Silverio E. Escudero

Las relaciones de América Latina con Estados Unidos, históricamente complejas, pasaron por diversos estadios. Algunos, por cierto, tratando de afirmar nuestra identidad como naciones independientes; otros, de lamentable sumisión hacia los inquilinos de la Casa Blanca, situada al 1600 de la avenida Pensilvania en la ciudad de Washington.
De todos ellos, uno de los más abyectos fue en el marco de la Guerra Fría y tuvo como figura excluyente al senador Joseph Raymond McCarthy (JRM), representante de Wisconsin que, con la complicidad de grandes conglomerados de medios de comunicación, extendió su malévola influencia a todo el continente. Campaña basada en la imprecación, la injuria y la mentira sostenía como verdad suprema lo iliberal, lo represivo, lo reaccionario, lo oscurantista, lo antiintelectual y lo totalitario. Situación que aprovechó para notificar, con la “superioridad” que lo caracterizaba, al resto de la humanidad que “el McCartismo no es otra cosa que el norteamericanismo con las mangas arrolladas”. Definición que adaptaron, en su afán de copia, los nacionalistas de todo el continente.
McCarthy, que era un político rústico e inculto, sembró el miedo para lograr sus objetivos. El miedo a la penetración del comunismo en Estados Unidos, el miedo a la influencia del judaísmo, el miedo a los ateos y librepensadores. Para ello aprovechó la estructura ociosa del Comité de Actividades Antiamericanas, creado en 1938, para monitorear la actividad de los espías nazis y la Ley de Registro de Extranjeros de 1940, por la que se exigía a todos los residentes extranjeros en Estados Unidos anotarse en un padrón especial en el que debían dejar constancia de su credo y filiación política.
Siete años más tarde los empleados federales debieron prestar juramento de lealtad para con el gobierno que les ordenaba integrarse a los servicios de inteligencia y se los capacitaba para que sean eficaces delatores.
Los norteamericanos, en 1949, entraron en pánico. El estallido de la primera bomba atómica soviética fue aprovechado por McCarthy para impulsar la apertura de miles de centros detención a lo largo y ancho del país. El Congreso norteamericano, en tanto, bajo extrema presión social, aprobó las Leyes de Seguridad Interna y de Inmigración y Nacionalidad, que restringía en grado sumo la actividad política y cultural y prohibía la entrada en ese país a todo hombre o mujer que hubiese osado criticar la política hegemónica de Estados Unidos.
Nada parecía conformar al Torquemada. La bestia reclamaba sangre. Sus tribunales superaban en cinismo a los de la Inquisición Española. Algunos de los actores más famosos de Hollywood fueron sancionados por mostrar -en una película- simpatía con los rusos o, como ocurrió en el caso de Gary Cooper por arrojar al suelo la estrella del sheriff en “La Hora Señalada”, como deja constancia Lillian Helman, en su imprescindible autobiografía titulada Tiempo de canallas.
Estos dichos podrán corroborarse compulsando el panfleto titulado Red Channels (1950) y la lista de 342 personas a las que el Congreso, oficialmente, declaró muertos civiles, prohibiendo al resto de la población darles trabajo o alojamiento, por tratarse de hombres y mujeres peligrosos por su prédica “antiamericana.”
Los yanquis estaban realmente asustados. El temor a un brote subversivo les hizo armarse hasta los dientes. La Asociación Nacional del Rifle, a la que se habían asociado John Wayne y Ronald Reagan, la emprendieron contra las editoriales y bibliotecas, quemando millones de libros mientras comenzó a circular una enorme lista de obras prohibidas que, más allá de las de carácter político, encabezaban las Fábulas de Esopo y Robin Hood, pues “el macartismo veía en el mítico personaje inglés una fuente de inspiración para los comunistas, por eso de quitar a los ricos para dar a los pobres.”
La locura llegó al paroxismo. JRM, en 1953, ordenó investigar al presidente Dwight D. Eisenhower y desató una purga en las fuerzas armadas, en un intento por desacreditar al presidente, abriendo las puertas a una de las mayores cacerías de brujas de la historia de la humanidad. Cacería severamente enjuiciada por la vibrante pluma de Arthur Miller en su inmortal Las brujas de Salem o El crisol.
El hecho motivó el hartazgo de cofrades de McCarthy en el Partido Republicano y del mismo presidente, quien soportó un enorme descrédito internacional. Tan grave que un anticomunista confeso como Charles de Gaulle suspendió, unilateralmente, la visita del presidente norteamericano a París y Nantes. No podía convalidar, dicen que dijo, que “un bruto intente someter al escarnio a patriotas como el (ex) presidente (Harry) Truman y oficiales de probado coraje en el frente de batalla”. Otros testigos aseguran que el enojo de De Gaulle estalló cuando su embajador en Washington le hizo saber que en la lista de personajes para sentar en el banquillo de los acusados figuraba el difunto George S. Patton que, como es sabido, murió soñando con la derrota soviética.
JRM fue uno de los impulsores del derrocamiento de Jacobo Árbenz en junio de 1954. Fueron cientos, miles, los guatemaltecos que buscaron protección en naciones amigas.
El presidente Juan Domingo Perón abrió la frontera y los acogió de buen grado. No hemos podido, sin embargo, determinar las razones por las que, a poco de andar, ordenó apresarlos.
¿Es legítimo preguntarse acerca de la existencia de vasos comunicantes entre el líder peronista y Joseph R. Mc Carthy? ¿Quién nos ayuda a dilucidar tamaño galimatías?

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