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Las secuelas del abuso infantil

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 Por María Cristina Oleaga (*)

La Organización Mundial de la Salud define que están en mayor riesgo de sufrir ASI (abuso sexual infantil) los niños por debajo de 4 años y los adolescentes. El ASI afecta a una de cada 5 chicas y a uno de cada 13 chicos. En 80 por ciento de los casos los agresores son miembros de la familia o del entorno cercano. Cerca de 90 por ciento de los agresores son varones y casi 70 por ciento de las víctimas son mujeres.
En 2015 se declaró la imprescriptibilidad de la acción penal en delitos contra la integridad sexual cuando la víctima sea menor de edad. La modificación a la ley 26061 da cabida a tiempos subjetivos variables para hacer su revelación, contando con el probable daño perpetrado.

Asimismo, se impulsa hoy la modificación del artículo 72 del Código Penal (CP), para que el abuso sexual en menores de 18 años deje de ser un delito de acción privada y pase a ser de acción pública. De lograr la sanción en el Senado, la Justicia, ante una denuncia, podrá actuar de oficio, sin necesidad de que los padres o tutores consientan. El niño no es objeto de pertenencia y, como sujeto de derecho, merece ser cuidado si no por sus padres, por el Estado. La designación del defensor del Niño también espera, en este caso desde hace 12 años. Como vemos, hay -para ser sutiles- poca eficiencia y atención respecto de estos temas.
Definimos el ASI: “las acciones recíprocas entre un niño y un adulto en las que el niño está siendo usado para gratificación sexual del adulto y frente a las cuales no puede dar un consentimiento informado”. Este lugar de “objeto” desencadena la catástrofe de la subjetividad. El crimen se comete en total asimetría por la diferencia etaria y sobre todo porque el abusador es, en general, una figura -padre, maestro, cura, entrenador- a quien el niño ubica en un plano de superioridad y de quien espera cobijo.

Para cada uno, según sus condiciones, su historia, sus posibilidades de elaboración, un suceso realmente acaecido puede o no devenir traumático. Freud da valor a la rectificación que produce que la representación traumática circule y se pueda resignificar. Dice: “El recuerdo de una afrenta es rectificado poniendo en su sitio los hechos, ponderando la propia dignidad, etc.”. En el caso de víctimas de ASI, y más aún de incesto, cobra importancia, ante la revelación de los hechos, su escucha y valorización por el adulto que el niño elige para hacerlo; la tramitación que la legalidad jurídica puede agregar a esa primera legitimación y, de ser necesario, la elaboración psíquica favorecida en el ámbito clínico. De otro modo, no poder elaborar este trauma hace que los niños, frente a la irrupción angustiosa, estén más propensos a la descarga motriz, a la respuesta impulsiva.
No existe un síndrome revelador de abuso sexual pero es significativo el comportamiento sexualizado inapropiado para la edad, los trastornos por estrés postraumático, la depresión y la pérdida de logros adquiridos. Es común el cuerpo agitado como vía expresiva, una impulsividad difícil de contener que raya en la violencia. Los padres, en caso de no ser victimarios, localizan un dato de ruptura en la cotidianeidad. Es el efecto de la irrupción angustiosa. Su registro o su sordera o incapacidad para responder serán datos importantes para la evolución del niño.
Sin duda, las peores secuelas derivan del incesto, el ASI intrafamiliar. Estamos en un todo de acuerdo, en este sentido, con los autores que reclaman un lugar discriminado -en el CP- para los casos de incesto. La calificación de “intrafamiliar” no alcanza para revelar la gravedad que implica este crimen. El eufemismo es ya toda una definición acerca de cómo se desconsidera su peso. Debería ser considerado un delito de lesa humanidad.

Ocurre un “trauma por traición” cuando las personas o instituciones de las cuales dependemos para la supervivencia nos violan de alguna manera. Podemos incluir esta dimensión si los adultos cercanos no responden adecuadamente al malestar del niño, a sus cambios o a sus declaraciones; cuando no le creen, por ejemplo.
El recurso a la negación -forma tolerada de la admisión en la conciencia- y a la disociación afecto/representación es indispensable tanto para sostener lo insoportable de la situación que deja en orfandad como para preservar -de algún modo- al adulto victimario. Éste es, en el caso del incesto, una figura tan significativa que al niño le es prácticamente imposible establecer continuidad en el sentido que otorga a los hechos, incluso a la representación de lo que él mismo significa para el otro. Cuando el niño es muy pequeño, podemos asegurar que estas defensas se establecen e integran como parte de su “ser”. En la rigidez de estas defensas está en juego su estabilidad subjetiva. Esto se relaciona con lo temprano; son inscripciones que insisten sin por ello poder enlazarse a un sistema representacional, por vulnerabilidad del aparato psíquico, lo cual permitiría -al menos- un tratamiento apaciguador. Se trata de defensas que acompañan la desubjetivación propia del ASI; que son -en el caso de niños mayores- una última elección subjetiva y, más aún, en caso de incesto. Este rasgo es esencial para la constitución de un estímulo como traumático: la desaparición o la inexistencia del sujeto que podría significarlo.
Cuando el niño apela a la disociación, está y no está presente en la escena. Se disocian ideas, representaciones, o se disocia una idea del afecto concomitante para soportar la angustia, ya que no tiene posibilidad de elaborar lo que le sucede. Algunos autores sostienen que la disociación es un obstáculo para rememorar luego esas vivencias. Otros, por el contrario, sostienen que ese estado le permite fijar los recuerdos, detalles, etcétera. En verdad, sólo el caso por caso nos da la clave. Un color, un olor, una palabra puede quedar como “retazo” de la experiencia, puede ser desencadenante de angustia sin que, por ello, el sujeto recuerde de dónde proviene.

El niño sufre el arrasamiento de su subjetividad. Le es imposible tramitar y elaborar unas acciones -que se ejercen sobre su cuerpo o que él mismo debe ejercer sobre el cuerpo del otro- que le producen sensaciones ambivalentes, dado que no cuenta más que con las significaciones que le ofrece su victimario y éstas no concuerdan con lo que él experimenta.
El victimario insiste en confirmarle que son cosas que los adultos y los niños hacen, que todo es normal y producto del amor, al tiempo que lo amenaza con matar a alguien significativo si no mantiene el secreto de esos intercambios supuestamente tan adecuados. Esta contradicción es inasimilable. La palabra funda un pacto simbólico sostenido por la coherencia entre el decir y el hacer. Este marco genera sensación de amparo y protección. Su falla deja al niño en orfandad duradera al dañarse la confianza. Las heridas son gravísimas.
Lo que sí es necesario destacar es que no por haber sido abusado en la infancia un sujeto está condenado a constituirse como perverso ni a repetir sobre otro este ejercicio desubjetivante. Este argumento sí es utilizado por los pedófilos y por sus defensores que, de este modo, pretenden ubicarlos en el lugar de víctimas no responsables.
El ASI, como fenómeno que crece, está emparentado con rasgos epocales: levantamiento de interdicciones, empuje a gozar sin límites, desprecio por el otro. La peor de las violencias es la que ataca la interdicción del incesto, pilar esencial de nuestra cultura y, por lo tanto, de la subjetividad. El ASI es tan destructivo y aberrante, tan contrario a la cultura humana, que por ello mismo es silenciado, negado y desmentido. De modo sutil, la práctica new age del colecho naturaliza una escena de indiscriminación; en forma desembozada, los así llamados movimientos de amor hacia los niños predican la pedofilia; y las pseudoteorías, como la del Síndrome de Alienación Parental, en las que se ampara la Justicia, vienen a cubrir con sus enunciados el jaque a la interdicción y a narcotizarnos sobre este crimen.
(*) Psicoanalista, miembro del staff de “El Psicoanalítico”.

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