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Las celebraciones de San Jerónimo (I)

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Desde tiempos inmemoriales las comunidades humanas han adoptado referentes tuitivos; figuras a las cuales se les adjudica cierta capacidad protectora confiándoseles los problemas colectivos. Así, este rol fue cumplido por un antepasado común, un tótem o una divinidad, cuando no un animal representativo. Con el advenimiento del cristianismo, la Santísima Virgen o los santos ocuparon esos lugares.

El 6 de julio de 1573, don Jerónimo Luis de Cabrera llegó a las alturas de barrio Yapeyú imbuido de esa tradición, eligiendo el santo protector de su propio nombre: Jerónimo. En ese mismo año, Juan de Garay, fundador de Santa Fe de la Veracruz, fue menos personalista y libró a la insaculación la determinación del intercesor ante los cielos de los habitantes de Cayastá, el primitivo emplazamiento de los santafesinos, haciendo colocar varios nombres de santos en una bolsa de la cual se extrajo una cédula que decía también Jerónimo. En este sentido, el vasco fue más prescindente que el andaluz.

Don Francisco de Torres, el escribano de Su Majestad que acompañó al fundador, hizo constar lo siguiente en aquella fecha: “…(sic) y luego continente el dicho señor gobernador dixo que mandaba y mando que cada año, el día del señor San Jerónimo, se saque el estandarte de esta ciudad a las vísperas y misa a la Yglesia Mayor y le acompañe toda la ciudad e se ponga en dicho estandarte de una parte sobre la mano derecha, la figura de dicho santo e de la otra las armas de la ciudad e que ese día aya toros e juegos de caña en dicha ciudad por horden de dicho cabildo”.

Las corridas de toros se realizaron durante los tiempos de dominación hispánica en la plaza Mayor, que era un espacio pelado, sin ningún tipo de vegetación donde se desarrollaban, además de procesiones como la de San Jerónimo, ejercicios y paradas militares y de tanto en tanto celebraciones vinculadas con acontecimientos de la corona española.

Ciertamente, los toros llamados para animar las corridas no se distinguían por su bravura; carecían en absoluto de la sangre arisca de sus congéneres de lidia, de manera que para los peninsulares asentados en Córdoba representaban sólo una lejana nostalgia. En cuanto a los toreros, más allá de los improvisados que salían al ruedo, llamaban la atención algunos llegados de Lima, la ciudad peruana donde el toreo tenía más tradición y continuidad.

El juego de cañas era una práctica militar de origen árabe difundida en España, cuya esencia consistía en que sendas hileras de hombres a caballo se arremetiesen tirando cañas en lugar de lanzas. Los ataques eran parados por escudos que contenían las simuladas cargas de combate. Los juegos de cañas tuvieron gran aceptación en Jaén, Andalucía, ciudad en la cual durante el siglo XV formaban parte de aguardados festejos colectivos.

El estandarte con la imagen del santo y las armas de la ciudad debía ser llevado por el regidor -que así también se llamaba a los cabildantes o capitulares- más antiguo.

Las autoridades, como los jueces reales o los alcaldes de la Santa Hermandad, tenían obligación de concurrir a caballo. Sin embargo, dicha carga se dispensó en 1800 cuando se les permitió ir de a pie, pues una epidemia había enflaquecido de manera angustiosa a las cabalgaduras. En los años anteriores a dicha malaria, los funcionarios que no concurriesen a caballo debían pagar una pena de 50 pesos.

El Cabildo destinaba una suma de sus propios para dichos festejos y además compensaba al predicador del sermón y proveía las velas de cera para la ceremonia. Por varios siglos el Cabildo se consideró la institución responsable de “mantener a la república” sobre la base de la devoción al santo patrono. Así, por mucho tiempo, el anuncio de la fiesta se hacía desde ocho días anteriores al 30 de septiembre al son de cajas y pífanos, a la par que se daba orden a la población de barrer las calles y encender luminarias.

En el día de San Jerónimo se hacían oraciones antes de la salida del sol y, por cierto, se cerraban todas las tiendas. Desde 1811 en adelante, los funcionarios podían concurrir a pie, levantándose la obligación de montar corceles, pero, eso sí, la asistencia a las celebraciones era reservada sólo para vecinos decentes.

La recordación de San Jerónimo calaba hondo en el pueblo piadoso, que se encomendaba con frecuencia a su intercesión para la solución de sus cuitas como, por ejemplo, en tiempos de sequía. Claro está, que cuando los ruegos eran escuchados en la forma de recias tormentas, los buenos vecinos clamaban protección ante el rigor de las lluvias.

Azor Grimaut, a quien tanto debemos en el rescate de las tradiciones populares, trae a la memoria una jaculatoria acuñada en estas tierras que decía: “San Jerónimo bendito, santa Bárbara doncella, líbrame del rayo y la centella”. Bien se sabe que a Santa Bárbara se le atribuía el poder de conjurar los fragores del cielo cuando San Pedro abría las compuertas con toda la parafernalia sonora que aterraba a los campesinos y sembraba la zozobra de presagiar rayos y centellas, que los había y los hay.

Hoy la ciudad recuerda a su santo patrono con una calle, una parroquia y un cementerio, las fiestas se han reducido a un clásico de carreras de caballos organizado por el Jockey Club, a menudo con fecha trasladada, y a un cierre de negocios con mucho de optativo. Diversidad de árboles y plantas crecen sobre la antigua aridez de la plaza Mayor, fuentes y estatuas ornamentan el paseo, pero ya no se advierten procesiones ni estandartes.

* Historiador cordobés.

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