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Las aguas siguen bajando turbias (I)

Por Luis Eugenio Roa (*) - Exclusivo para Comercio y Justicia
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Por Luis Eugenio Roa (*)

El 9 de octubre del año 1952 se estrenaba con gran afluencia de público en el cine teatro Gran Rex de la ciudad de Buenos Aires una película dirigida y protagonizada por Hugo del Carril, llamada Las aguas bajan turbias. Se basaba en una novela escrita por el dirigente comunista Alfredo Varela, titulada El río Oscuro”, en la que se describía la vida de los trabajadores rurales de las plantaciones de yerba mate en la zona del Alto Paraná en la provincia de Misiones, a los que se llamaban “mensúes”.
Del Carril, amigo del presidente de la Nación Juan Domingo Perón, despojó de algunos elementos inconvenientes de la novela original de Varela pero dotó de un fuerte contenido ideológico a su película, en la que se mostraban las precarias condiciones laborales de los mensúes y los abusos de las patronales, situaciones éstas que el peronismo había venido a revertir.
Las duras situaciones de los trabajadores argentinos ya eran conocidas. Habían sido denunciadas desde décadas anteriores.
El “Informe sobre el estado de las clases obreras argentinas”, realizado por el doctor Juan Bialet Massé en 1904 era un claro ejemplo, así como la ley Nº 9153, impulsada por el diputado socialista Alfredo Palacios en el año 1913. Sin embargo, las imágenes valen más que miles de palabras y es por medio del filme mencionado, mirado de manera masiva en las principales salas de cine del país, que gran parte de la ciudadanía observó la existencia de los abusos sobre los sectores laborales más vulnerables de Argentina.

En la película puede observarse cómo los mensúes (humildes recolectores de yerba mate) son engañados de las más diversas formas y conchabados a trabajar en las plantaciones del Alto Paraná, bajo la promesa de pago de suculentos salarios que les permitirían mejorar sus condiciones de vida. O cómo son llevados contra su voluntad -con toda clase de argucias o violencias- a las lejanas plantaciones de yerba mate en la selva misionera, donde eran sometidos a todo tipo de vejámenes y condiciones de trabajo infrahumanas. Trabajo desde la salida hasta la caída del sol, sin ningún tipo de descanso semanal.
Además, a los mensúes se los ve estafados en el monto de sus remuneraciones (siempre menores que lo que se había pactado), obligados a comprar la comida que consumían en los almacenes que pertenecían a la misma patronal a precios exorbitantes, lo que los sumía en una deuda constante que nunca terminaban de saldar y, por lo tanto, encadenados infinitamente a trabajar para dicha patronal para compensar lo consumido.

Todo esto con severos castigos corporales ante cualquier intento de protesta e incluso con la muerte para aquellos más rebeldes. No podían huir o denunciar la situación al encontrarse alejados de cualquier lugar del que pudieran recibir auxilio alguno.
Pasados cincuenta años del estreno de la película, los derechos de los trabajadores parecían asegurados en la Constitución Nacional, garantizándose que se llevarían en condiciones dignas y equitativas, con jornadas limitadas, con descanso y vacaciones pagadas, con retribución justa, salario mínimo, vital y móvil, con organización sindical libre y democrática. Las ignominias que se describían en el filme de Hugo del Carril parecían cosas del pasado, que habían sido superadas y que el estado actual de una sociedad civilizada no permitiría que algo así sucediera nuevamente.
Sin embargo, a principios de esta centuria el río comenzó a tronar nuevamente trayendo historias inverosímiles. Se comenzó a escuchar en distintas partes del país sobre el secuestro de mujeres mediante engaños para llevarlas lejos de sus hogares y obligarlas a prostituirse.
En Tucumán, una madre de nombre Susana Trimarco denunció la desaparición de su hija y comenzó una cruzada en su búsqueda.
En Misiones, Claudia Lascano, una educadora social de la localidad de San Ignacio, mediante su trabajo en los sectores más vulnerables de la comunidad comenzó a verificar historias de jóvenes mujeres de esa provincia y del vecino país del Paraguay, que habían partido al centro o al sur de la Argentina para aprovechar oportunidades laborales pero de las que nunca más se tenían noticias de ellas, provocando la angustia de sus familias.

Se conoció entonces un término para explicar lo que estaba sucediendo: “Trata de Personas”. Estas mujeres empezaron a adentrarse en un oscuro y oculto mundo, dominado por mafias que eran protegidas por autoridades públicas de todos los niveles y sobre la misma marcha empezaron a conocer el fenómeno y a denunciarlo.
Así, se dieron cuenta de que al rescatar por mano propia a las víctimas de la trata, exponiendo sus vidas e integridad física, no tenían ningún tipo de respaldo legal para hacerlo, al no haber una legislación adecuada, dado que el Estado ignoraba totalmente esas actividades.
La falta de legislación en la materia dejaba el camino libre para el tráfico de personas y su explotación. Comenzó allí, lo que sus protagonistas llamaron un largo y constante “pasillear” por las legislaturas para convencer a los diputados sobre la necesidad de sancionar una ley.
No era una tarea fácil, los legisladores desconocían lo que sucedía e incluso muchos negaban esta realidad.

(*) Abogado – Ensayista

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