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La “extraña” visita de satán al Vaticano

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Por Silverio E. Escudero

Más allá de la triste tragicomedia argentina -de la que coparticipan los medios de comunicación, exhibiendo una supina ignorancia- y de los dimes y diretes que provoca la relación del Papa reinante con su corte de milagros, las reglas protocolares de la diplomacia vaticana, aun en tiempos de grandes tensiones, son estrictas. Ésa es la razón por la cual, difícilmente, las audiencias privadas duren más de veinte minutos y rara vez las conversaciones que se suscitan exceden el intercambio de frases protocolares.
A fines de abril de 1966, Giovanni Battista Montini -Pablo VI- violó esa ancestral costumbre y estuvo tres cuartos de hora, ante testigos calificados (el cardenal secretario de Estado, Amleto Giovanni Cicognani, y el embajador Semyon Kozyrev), con el canciller soviético Andrei Gromyko. Hecho que no significó un rasgo de generosidad del papado sino un gesto de alta política. Gromyko fue el primer representante de la jerarquía soviética que se entrevistó con un Pontífice Romano.
El escenario elegido fue casual. La biblioteca privada de Pablo VI, a pesar de su magnificencia, ofrecía un ambiente muelle presidido por la “Resurrección” del Perugino o Pietro di Cristoforo Vannucci. Momentos que ambos líderes aprovecharon para coincidir en el propósito de trabajar en forma incesante por la paz y crear un clima propicio para discutir las causas de las tensiones políticas y militares, antes de que se dispare la primera bala.

La clave de la diplomacia vaticana fue -al menos hasta la llegada de Jorge Bergoglio- la prudencia y discreción. Discreción que Gromyko rompió antes de treparse al avión que le llevaría rumbo a Moscú: “Hablamos, les dijo a los periodistas, de una paz que es independiente de las ideologías y las convicciones religiosas”. Versión a la que, sutilmente, los voceros vaticanos le quitaron espectacularidad al decir que el encuentro era, apenas, la continuidad “de las conversaciones” que habían sostenido -al pasar- el canciller soviético con el Papa, antes de que éste pronunciara su célebre alocución ante el pleno de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 4 de octubre de 1965. Cuestión ésta sobre la que volveremos por su alto contenido histórico y político.
Nuestras fuentes, en especial los vaticanistas más importantes de la época y los biógrafos del papa Montini, coinciden en señalar que Pablo VI se interesó por la suerte de la Guerra de Vietnam, la situación del Medio Oriente y las luchas anticolonialistas del África y América Latina, mientras que el líder soviético reclamó el apoyo papal para intentar convocar a una conferencia paneuropea para discutir los esquemas de seguridad que se debían aplicar en el viejo mundo para evitar que la Guerra Fría y arrastrara a Europa al abismo de una nueva guerra.
La maquinaria publicitaria del Kremlin intentó darle ribetes de leyenda al encuentro. Recuperaron los mismos argumentos que utilizaron en 1963 cuando Alexei Adzhubei, yerno y consejero de Nikita Kruschev, se reunió con Juan XXIII, en medio de la Crisis de los Misiles. Acercamiento que fue utilizado, por ambas partes, para abrir el diálogo tan postergado entre católicos y marxistas, que floreció en Francia e Italia. Diálogo que denostó la España franquista, que volvió a sacar los santos y vírgenes de paseo. Conducta que derramó en los sectores conservadores de la iglesia latinoamericana, que ocupa la vanguardia en la represión a los movimientos sociales y al comunismo.
La entrevista tuvo otros condimentos y otras dificultades externas. Los países del Pacto de Varsovia reaccionaron con dureza ante la negociación que había emprendido inconsultamente Moscú. La entrevista coincidió con el anuncio oficial del Vaticano sobre el viaje del Sumo Pontífice a Polonia. Excursión que el gobierno polaco decidió aplazar sine die, por considerarla “inoportuna” por coincidir con las ceremonias centrales del milenio polaco (966-1966) que debían celebrarse por esos días en la ciudad sureña de Czenstochowa, habida cuenta de “la enorme afluencia de peregrinos que generaría por lo que se torna imposible el mantenimiento del orden”.
La misma argumentación fue usada para cercar a la iglesia polaca pese a los esfuerzos que realizó monseñor Stefan Wyszynsky para superar dificultades, reales o imaginarias, que planteaba Wladislaw Gomulka, secretario General del Partido Obrero Unificado. Así denegaron el visado de treinta cardenales, ciento veinte obispos, mil cuatrocientos curas, frailes y seminaristas. Igual suerte corrieron millares de turistas que se agolpaban en los consulados en busca de visas, a los que se les aseguraba que habían llegado tarde, demasiado tarde, y que en otra ocasión, serian bienvenidos, porque en toda Polonia los hoteles estaban colmados y los medios de transporte colapsados.
En el encuentro entre Giovanni Battista Montini y el canciller soviético se trataron, en definitiva, cuestiones concernientes al César y a Dios.
Ambos, hábiles diplomáticos, aprovecharon cada resquicio del diálogo para sentar posiciones. Un vaticanista, corresponsal del diario El Universal, de México, con un dejo de humor, dejó en su mítica libreta apuntes, algunas apostillas. “En cuarenta y cinco minutos de conversación caben unas diez mil palabras, incluidas las mil que se habrán perdido en formalidades. Es de suponer que entre las otras nueve mil el término pace y mir (paz, en italiano y en ruso) se habrá repetido un centenar de veces. Pero el simple hecho de que Gromyko entrara en la biblioteca y estrechara la mano del Pontífice es más interesante que esta estadística para muchos inútil”, anotó.

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