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El Tren de los Muertos (I)

Por Martín Horacio Delprato * - Exclusivo para Comercio y Justicia
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La primera década de Buenos Aires como parte integral de la República Argentina, lejos de ser una de las más felices, resultó devastadora en el aspecto sanitario, por las dos terribles epidemias que debió soportar; primero el cólera -en 1867 y 1869- y en 1871, la fiebre amarilla.

El cementerio de la ciudad, con la primera peste, quedó totalmente colmado a poco más de un año de iniciada la epidemia de cólera. Los muertos se contaban por miles y se debió habilitar el 28 de abril de 1867 un nuevo cementerio al sur de la ciudad, en el Parque de los Patricios, en la actual Plaza Ameghino (en la avenida Caseros frente a la actual Cárcel de Encausados), denominado Cementerio del Sur.

Cuando el número de enfermos de cólera empezó a mermar y cuando los porteños creían que la pesadilla había llegado a su fin, una nueva peste asoló la ciudad: la fiebre amarilla.

Con efectos aún más devastadores que el cólera, la peste amarilla asoló a la ciudad con tanta crudeza que incluso el nuevo Cementerio del Sur quedó colapsado y se debió pensar en otro nuevo, esta vez mucho más alejado para que los cadáveres infectados no siguieran propagando esta aberrante peste. El Cementerio de la Chacarita, hacia el noroeste, se ubicó en un parque que había pertenecido antaño a los Jesuitas y se inauguró el 14 de abril de 1871, apenas tres días antes de cerrar el del sur por estar totalmente lleno.

Obviamente, la solución satisfactoria de alejar los cadáveres de la ciudad a un solar lo bastante grande para no tener que cerrar el cementerio a los pocos años de inaugurarlo tenía un pequeño problema: ¿cómo llevar los cadáveres desde el centro de la gran urbe?
Había tres soluciones posibles:

La primera era continuar con las carretas cargadas hasta más no poder con tan siniestro cargamento. Pero, además, ningún carrero en su sano juicio haría varios viajes al día con su vehículo colmado de cadáveres, focos de contagio y muerte segura, ya que por la experiencia del cólera se sabía que la alternativa no era una opción.

La segunda solución era extender las líneas de tranvías a caballo que empezaban a armarse en la ciudad, a los fines de llevar los pasajeros desde las inmediaciones del centro hasta las cabeceras de los distintos ferrocarriles, haciendo que estos llegasen al nuevo cementerio.

Pero ninguna de las empresas dueñas de estos servicios aceptó la nueva carga ni quisieron hacerse cargo de una altísima inversión de hacer seis o más kilómetros de vías para sólo llevar cadáveres. No sólo era un altísimo riesgo en lo sanitario, sino que económicamente no era una alternativa rentable.

Al estado provincial sólo le quedaba la tercera opción: como propietaria ya exclusiva de la ex sociedad anónima del Ferrocarril Oeste (FCO) decidió hacer un nuevo ramal que, partiendo de un punto intermedio de sus vías -no demasiado alejado del centro de la ciudad- llegase hasta el nuevo cementerio que se estaba preparando al oeste.

Se eligió entonces partir desde el empalme de los Talleres Centroamérica que estaban ubicados en la esquina de la avenida Centroamérica (hoy avenida Pueyrredón) y avenida Corrientes, donde las vías del FCO que venían de la estación de Plaza del Parque daban una vuelta hacia el sur buscando la estación Once de Septiembre. En la esquina de Corrientes y Bermejo (hoy Jean Jaurès) se construyó una estación y depósito de cadáveres denominada Estación Bermejo, que sería de donde partiría el siniestro convoy.

La provincia deseaba construir un tranvía pero las autoridades del ferrocarril, principalmente el ingeniero Ringuelet, su presidente y jefe de ingenieros, recomendaron que por razones higiénicas sea una locomotora de vapor separada de los vagones la que llevase al convoy. Los vagones serían totalmente cerrados para evitar la vista de la horrible carga y la proliferación de los virus al aire. La última recomendación de armar vagones cerrados no se llegó a cumplir por falta de tiempo y se emplearon “vagones-chata” con féretros apilados, cubiertos por una lona que los ocultaba a la vista.

El 27 de febrero de 1871 el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Emilio Castro, elevó al Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública, Nicolás Avellaneda, un memorial sobre la apertura de un nuevo cementerio al oeste de la ciudad, en terrenos fiscales pertenecientes al partido de Belgrano que habían pertenecido a la Orden de los Jesuitas hasta su expulsión y eran utilizados como lugar de vacaciones por los alumnos del antiguo Colegio Nacional Central y eran conocidos como Chacarita de los Colegiales.

En la misma fecha se instruyó al directorio del FCO que inicie la construcción de un ramal que, partiendo de Corrientes y Centroamérica, llegue al nuevo cementerio.

Teniendo en cuenta que las muertes por la peste sumaban más de cien al día y que el Cementerio del Sur ya estaba al límite de su capacidad, el propio director del ferrocarril, el ingeniero Ringuelet, se puso al frente de la obra, con cuadrillas de hasta 800 obreros trabajando en distintos frentes, nivelando el terreno unos, tendiendo durmientes los otros y colocando los rieles los demás.

En un tiempo récord de tan sólo dos meses se completó la obra de seis kilómetros de vías hasta el actual Parque Los Andes, con una inversión de 2.200.000 pesos moneda corriente.

En ese tiempo récord no sólo se terminaron los trabajos de la línea férrea sino que hasta se inauguró el cementerio el mismo día: el 14 de abril de 1871.

(*) Autor de Los ferrocarriles argentinos, ramales, estaciones e historia postal

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