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El futuro de la democracia

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Por Patricia Coppola*

Quiero destacar que las ideas aquí expresadas no me pertenecen de manera original, sino que son parte del ideario de Alberto Binder y de los equipos de trabajo del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales, que compartimos y defendemos desde que se recuperó la democracia en la Argentina.

No resulta fácil creer en el Estado de derecho, en un Estado donde todas las personas estén sujetas a la ley, sin distinciones ni privilegios. No es fácil creer en la ley cuando ella convive tranquilamente con la desigualdad y la pobreza. No resulta fácil explicar, fundamentalmente a los jóvenes que no han tenido experiencia directa con las dictaduras militares, lo que significa vivir en democracia, a pesar de los pesares. Suele resultar descorazonador cuando no se comprende que ese privilegio no nos fue regalado, sino que es el fruto de los mejores esfuerzos y hasta, a veces, de la vida, que ofrendó mucha gente.

La pérdida de la fuerza política de la ley que conocemos con el triste nombre de impunidad estructural, ofrece buenas razones para no valorar la democracia. Esta impunidad es la contracara de la República, porque encubre al poder concentrado y sus privilegios. La impunidad estructural torna inútil los pactos políticos, la actividad parlamentaria y se burla del Estado de derecho convirtiéndolo en una fachada para el abuso de poder.

Es usual que los líderes políticos, los funcionarios, los intelectuales comprometidos, los sectores empresarios y otros grupos sociales con “conciencia cívica”, quienes proclaman y reclaman el cumplimiento de la ley, culpen de todos los males a un defecto de los ciudadanos: a su falta de educación cívica, a sus tendencias autoritarias o populistas, a la sumisión, a la tendencia a plegarse al mesianismo que producen ciertos líderes, al Individualismo, a la desarticulación social, a la ignorancia. No se toma nota que el ciudadano que no cree en la ley o que desconfía de los sistemas judiciales tiene muy buenas razones.

Sólo basta con ver que los derechos más elementales no se respetan: salarios y vivienda indignos, infancia y ancianidad desprotegidas, hospitales abarrotados, gente que debe pagar impuestos que no paga, castigos que se imponen que no se cumplen, forman parte de una enorme lista de situaciones con las que nos acostumbramos a convivir resignadamente. Pensamos que la debilidad de nuestro sistema judicial, es una de las causas fundamentales de la inutilidad de la ley. Se trata de una debilidad histórica que responde a su proceso de formación institucional. La “justicia del rey”, trasladada a nuestra tierra por los españoles y ratificada a lo largo de centurias, siempre fue funcional a los intereses coloniales y a la concentración del poder. Los caudillos y presidentes manipularon a los jueces y los jueces se dejaron manipular. Los Tribunales Superiores avalaron las dictaduras militares, ocurrieron cruentos golpes de Estado, rebeliones, alzamientos, opresiones, se firmaron contratos que establecieron privilegios irritantes para empresas extranjeras, se usurparon tierras, se mataron y desaparecieron ciudadanos, les quitaron sus hijos y sus hijas y fue el propio sistema judicial quien se preocupó de marginar a quienes no aceptaban esa situación y de volver sumisos a quienes pretendían “sacar los pies del plato”.

Después de 40 años de democracia, nos encontramos con una administración de justicia tan débil como entonces y poco dispuesta a construir su verdadera fortaleza. Después de 40 años de democracia, la permanencia de la injusticia social nos debería convertir en gente impaciente. Impaciencia entendida como resultado de la solidaridad y la sensibilidad frente a las injusticas. Sobre todo, las nuevas generaciones debieran estar impacientes por construir una sociedad más igualitaria. Una política que tolera las injusticias sin impacientarse se contenta con administrar mejor o peor lo que ya existe y se muestra incapaz de transformar la realidad. La política no es el arte de lo posible como nos han enseñado, es el arte de imaginar sociedades mejores y volverlas posibles. Es un oficio para impacientes. Y es la democracia el escenario que nos permite ser impacientes sin ser violentos. Sobre la base de la brutal desigualdad social actual, es una quimera construir una república, una democracia y un Estado de derecho.

Para que el proyecto democrático entusiasme a las nuevas generaciones debe interpelar, molestar y generar riesgos. Ser demócrata obliga, entre otras cuestiones, a democratizar los sistemas judiciales. No se trata de esperar todo del Poder Judicial, no es que pensemos que las soluciones se producen solamente cumpliendo las leyes, pero constituye una condición necesaria para el funcionamiento de la democracia.

Siempre existirán los “prudentes”, los que reclaman “orden”, siempre andarán merodeando los “iluminados” que quieren todo el poder o los violentos que directamente no creen en los valores de la democracia y desprecian los derechos conquistados. Pero ahora, como siempre, están los que saben que la democracia no es una fiesta sino una tenaz construcción colectiva y que el cumplimiento de la ley es un inseparable compañero de ruta.

Tal vez comience una época revolucionaria donde una nueva generación comprometida se vuelva a entusiasmar con el proyecto político que consiste en recordarle a la democracia sus promesas más elementales. De ello depende su futuro.

*Integrante de la Junta Directiva del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (INECIP).

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