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La pantalla y la calle

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Las políticas de vigilancia masiva de la NSA, reveladas por Edward Snowden, siguen desperdigando sus esquirlas. Mientras las grandes empresas tecnológicas se aliaron y llevaron la batalla al terreno cerrado de las negociaciones políticas y legales, la voz de los usuarios pasó inadvertida. Por Diego Sánchez

El martes 11 pasado distintas organizaciones convocaron a una jornada de protesta mundial contra las políticas de vigilancia electrónica llevadas a cabo por la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos -NSA por sus siglas en inglés-. La iniciativa, llamada The Day We Fight Back (El día en que contraatacamos), se inspiró en las manifestaciones llevadas a cabo a comienzos de 2011 en contra de las leyes “antipiratería” conocidas como SOPA y PIPA. A modo de homenaje, esta protesta llevó como bandera a Aaron Swartz, activista de los derechos digitales, quien hace tres años fue acusado de descargar casi cinco millones de artículos de JSTOR -un repositorio de documentos académicos- con el supuesto fin de compartirlos de forma gratuita. El 11 de febrero de 2013, Swartz fue encontrado muerto en su departamento de Brooklyn, Nueva York.

Swartz no llegó a vivir para ver al rey desnudo. Cinco meses después de su suicidio, un consultor y ex empleado de la CIA y la NSA, llamado Edward Snowden, publicó una serie de documentos secretos que develaron algo que muchos ya suponían: que existía un imbricado programa de monitoreo gubernamental sobre las actividades realizadas en Internet.
Snowden también reveló su nombre: Prism, una red de vigilancia capaz de recolectar información personal de millones de usuarios potencialmente peligrosos, en todo el mundo. Correos, chats, fotos y videos, sumados a los registros de llamadas telefónicas, formaban parte del extenso repositorio de la NSA. Los servidores de Facebook o Gmail se volvieron materia prima para los agentes. El espionaje, se supo después, incluía también a varias decenas de líderes mundiales.

La privacidad, en debate
El escándalo sirvió para poner el foco otra vez sobre uno de los debates eternos de esta era de la información: la privacidad. Días atrás, un grupo de ingenieros reunidos en la Internet Engineering Task Force (IETF) sugirió convertir la red Tor en un estándar de Internet. Tor es un software libre que permite navegar a través de una red distribuida, protegiendo la identidad de los usuarios. Convertirlo en un estándar implicaría que todos accedamos a Internet a través de esta red, asegurando así la privacidad por defecto.
Por el otro lado, el congresista republicano Jim Sensenbrenner y el senador demócrata Patrick Leahy presentaron la USA Freedom Act, un proyecto de ley para reducir la capacidad de la NSA de recolectar información privada. El proyecto aguarda ser tratado en el Congreso.
Ante este escenario, la idea de las protestas del 11 de febrero era enviar un mensaje: empresas, organizaciones y usuarios de todo el mundo, unidos en defensa de Internet. Pero a pesar de que unas 250.000 personas se comunicaron vía mail y teléfono con los legisladores, la sensación generalizada es que la lucha pasó inadvertida.

Si en 2011 Wikipedia cerró durante 24 horas como una forma de simbolizar la censura que sobrevendría a la aprobación de SOPA, esta vez no pasó nada. Google, Facebook, Reddit vivieron una jornada normal. Esto no implicó el silencio: las empresas formaron una alianza y llevaron la puja al terreno legal y político. Saben que ésta es una intrincada casa de naipes donde conviven intereses corporativos, lobbies y agenda de seguridad nacional. Semanas atrás, Apple, Google, Microsoft, Yahoo, Facebook y LinkedIn sellaron un acuerdo con la administración Obama para publicar, en números generales, los requerimientos de información solicitados por la NSA. Twitter rechazó ese acuerdo.

Lucha invisible
Invisible en las pantallas, la “lucha” pareció así evaporarse. Como si hubiera un nervio social que aún no logró rozar, las movilizaciones en distintas ciudades del mundo fueron más bien exiguas. En una entrevista reciente, el filósofo español César Rendueles, autor de Sociofobía, afirmó: “Creo que Internet funciona muy bien cuando la gente sale a la calle, pero es mucho menos eficaz para sacar a la gente a la calle.” En Argentina, la concentración en el Obelisco, convocada por el Partido de la Red y otras organizaciones, movilizó apenas a unas cincuenta personas.

Antes que un “fracaso”, la protesta del 11 de febrero pareció una muestra de ciertos problemas de la “sociedad en red” y marca un desafío para los usuarios de a pie. Cómo se defiende una estructura que parece ser algo más complejo que una mano invisible guiándonos a un mundo libre y descentralizado; cómo se articula la pantalla y la calle para garantizar una sociedad y una Internet abierta, democrática y activa, parecen preguntas posibles al calor de los resultados de esta jornada.
El debate técnico supone también un debate social: no se trata sólo de la defensa de Internet “tal cual la conocemos”; no se trata, aún menos, de concebirla como un fin político en sí mismo. Se trata también de elaborar estrategias de sociabilidad y organización real que deriven de ese mundo hiperconectado y que le dan forma y cuerpo a nuestra vida digital.

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