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Un tributo a los «Libros», que son cosas especiales

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Por Armando S. Andruet (h) twitter: @armandosandruet

Es muy difícil pensar que todos quienes tenemos una relación amical con los libros no hayamos escrito, en alguna ocasión, algunas líneas votivas a este incansable compañero de rutas tan variadas como los libros y lo que ellos nos dicen.

Tal como se podrá advertir de este primer párrafo, siempre he pensado que los «Libros» (con mayúscula) no son sólo objetos del mundo factual y que, en el sistema de los objetos de Jean Baudrillard, tienen un lugar distinguido. 

En rigor de verdad, creo que verdaderamente los Libros son objetos animados con la ausencia de quien los escribió y que cada uno de los lectores, de alguna manera, traemos a aquel autor a nuestro presente. Al escritorio donde con él y por él construimos otras ideas, impugnamos o coincidimos con las de él. 

Al fin de cuentas, el inanimado objeto que morfológicamente podrá tener diversos modos siempre es idéntico a sí mismo y diferente a cualquier otro Libro. Porque cada uno es único para quien lo ha traído al presente con su lectura. 

Pues por ello es que digo que no acuerdo en señalar que sólo es una cosa -que lo es-, en cuanto que no es un ser viviente. Pero tampoco puedo dejar de considerarlo  una más entre las cosas. Porque la relación que los lectores tenemos con los autores no es meramente la de utilizar la cosa y encontrar una productividad utilitaria de esa cosa. 

Todos los que tenemos automóvil disfrutamos, utilizamos o lucramos con él; pero no establecemos una relación amical con el vehículo. Sólo nos brinda la satisfacción de ser seguro, confortable, generativo de estatus, etcétera.

Con los Libros sucede todo lo contrario, no interesa mucho cuál es su morfología exterior, a veces tampoco importa el supuesto deterioro que el tiempo, la humedad, los ácaros y los descuidos hayan podido tener sobre él. Siempre damos más valor a lo que está allí escrito, esperando ser actualizado y traído al presente con la lectura de ese lector, que se suma con dicho acto de lectura a otros cientos de interlocutores que establecen ese viaje a través del logos -diálogo- con un solo autor ausente. Que por el solo hecho de ser leído, se hace presente para todos los lectores simultáneamente. 

El Libro permite, al fin de cuentas, que ese autor linde con el acontecimiento de lectura de los demás, una dimensión de multiubicuidad, sin tener existencia biográfica presente. Privilegio divino, sin duda.

Naturalmente que no todos los lectores tienen la mencionada comprensión de los Libros como objetos con esta proyección. Quizás nosotros mismos, frente a ciertos libros (en minúscula), los tratamos sólo como objetos que nos permiten obtener un determinado resultado exitoso en alguna materia. 

Recuerdo de mis años de infancia un libro que acompañaba la práctica de la cocina de mi madre, que destacaba los ingredientes y proporciones del plato a realizar. O en los tantos viajes familiares realizados a ciudades casi tan invisibles como las de Ítalo Calvino, en los cuales el libro era una guía ilustrada de un lugar desconocido y nos permitía recorrer calles, ubicar sitios de interés y demás. En todos estos casos, no había allí un Libro como propiamente una cosa sino un libro como un objeto que producía algún grado de realización operativa o de utilidad posterior, pero que no tenía apertura a ningún encuentro trascendente.

De nuevo, por el contrario, aquí estoy rodeado de mis Libros. Nunca he sentido soledad alguna. Siempre he comprendido que allí están miles de autores, esperando ser invitados a un diálogo que habremos de establecer cuando inicie la lectura de ese Libro.

Desmedido elogio puede ser el nuestro al Libro, especialmente para quienes resulta indistinto poseer el Libro en cuanto que hay una apropiación física de él o no. Poseerlo es intimar con nuestras manos, rozarlo con las yemas de los dedos y con ello sentir la suavidad o rugosidad del papel cuando avanzamos las hojas o cuando nuestro lápiz se desplaza con libertad en sus movimientos para marcar párrafos. O, por el contrario, cuando una calidad demasiado alta o baja del papel impide dicha actividad exitosamente.

De todo ello está privado quien tiene el libro disponible en un acceso digital. Sin abrir discusiones, “un libro electrónico no es una cosa sino una información. Su ser es de una condición completamente diferente. No es, aunque dispongamos de él, una posesión sino un acceso. En el libro electrónico, el libro se reduce a su valor de información” (Byung-Chul Han, No-Cosas. El quiebre del mundo hoy, Taurus, Bs.As., 2021, págs. 30 y 15, respect.). Agrega el autor que las cosas, cuando prevalece la información, se convierten en ‘infómatas’, es decir, ‘actores que procesan información”.

Pues cuando subrayo un texto de un Libro siento que establezco una relación profunda con su autor, es como si acaso en un escenario con un interlocutor enfrentado le pidiese una ampliación del concepto porque no lo he entendido. O acaso porque lo quiero comprender con mayor profundidad para recordarlo y aprovecharlo en otras ocasiones. 

Vaya si no es maravilloso todo lo que un Libro es y proyecta. La existencia de los libros electrónicos sin duda es muy importante y produce un incalculable ahorro de dinero, no se requiere de bibliotecas donde hacerlos reposar y, además, permite que el lector pueda convertirse en una suerte de lector-caracol que, donde se encuentre, estará a la distancia de una tecla de lo que quiera conocer, saber o disfrutar.

Sin embargo, no habrá allí cosas en el orden dicho, sólo tendrá a su disposición una vastedad de información que no le impedirá tener aprovechamientos intelectuales. Pero como bien lo ha señalado el autor ya citado, la intermediación de lo tecnológico nos retira del mundo de la sensibilidad táctil y olfativa del Libro y nos propone, a su cambio, una pantalla que ha transformado números en letras: “La ventana digital diluye la realidad en información, que luego registramos. No hay contacto con las cosas” (pág. 38).

El sábado 23 de abril se festejó mundialmente (como viene sucediendo desde el 15/11/1995, cuando lo proclamó la Conferencia General de Unesco) el Día Internacional del Libro. 

Sin perjuicio de ello, diferentes países, por razones históricas anteriores, también tienen un Día Nacional del Libro. Ello sucede en Argentina con el día 15 de junio, en razón de que en esa fecha del año 1908 el Consejo Nacional de Mujeres entregó el Premio de su Concurso Literario. Ello fue de tanta relevancia que en el año 1924, mediante decreto nacional 1038, se dispuso dicho día como el correspondiente a la Fiesta del Libro. Con posterioridad, en el año 1941, mediante una resolución del Ministerio de Educación, se cambió la denominación por la del Día del Libro, vigente hasta nuestro tiempo.

Es muy probable también que la causalidad del acontecimiento de la Fiesta del libro de 1924 haya tenido relación con un acontecimiento que había sucedido en el año anterior en Barcelona, cuando el destacado escritor valenciano Vicente Clavel, tomando la fecha del 7 de octubre -equivocadamente- como la del fallecimiento de Miguel de Cervantes, promovió esa fecha para los festejos del día del Libro español. Luego sería tratado en un real decreto del rey Alfonso XIII del 6 de febrero de 1926.

Más adelante fue rectificada dicha fecha, sobre el año 1930, a la correcta del 22 de abril del año 1616, como de muerte de Cervantes.

Tal evento, junto a que alrededor de ese día también habían fallecido William Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega, es que el gobierno de España hizo la propuesta a la Unesco de tomar la fecha como el Día Internacional del Libro, que se recuerda desde el año 1995.

Tal como se puede advertir entonces, la fecha del Día Internacional del Libro es en recuerdo de tres grandes ilustres de las letras universales y, en ellos, todos los demás. En rigor, el homenaje es a quienes hicieron posible que los Libros no fueran objetos como otros y que tampoco fueran «no-cosas». A quienes nos han permitido visualizar que detrás de un Libro, de la misma manera que detrás de un rostro, existe un «otro» que en este caso está siempre disponible para atender nuestra interesada relación dialógica. 

Y con ello, volviendo a hacer presente el conocido aforismo latino de que «habent sua fata libelli» («los libros tienen su destino») y el fin no es otro que el que cada lector quiere encontrar en cada uno de ellos. 

Para concluir decimos que, en verdad, no podemos sólo pensar en los autores sino en los Libros que son los que portan el logos de los autores.

Por ello, no es posible dejar de recordar con la memoria en algarabía, a quien finalmente desde su invento hasta hoy ha permitido que ello sea posible, como es Johannes Gutenberg, inventor de la imprenta moderna con tipos móviles, en 1440. Larga vida a los Libros. 

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