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Tradiciones aberrantes

USAID Africa Bureau
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Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth**

Pese a que se espera que estas semanas que vienen sean las peores, en cuanto a pandemia se refiere, poco a poco parece que vamos aprendiendo a convivir con el covid. La “nueva normalidad” se instala entre nosotros y, al menos en el campo de las noticias, ya no se concentra casi la totalidad de la información en el tema de la pandemia.

Si bien esta semana estuvo plagada de cuestiones relevantes, hubo una, que hace al reconocimiento jurídico de los derechos de la mujer, que nos llamó gratamente la atención: la ley que el nuevo gobierno de Sudán dictó mediante la que prohíbe y castiga la mutilación genital femenina.

Se trata, tal vez, de una de las prácticas más aberrantes a las que son sometidas las mujeres en el presente. Una rémora sin sentido alguno, procedente de tiempos remotos y conceptos aún más oscuros. Ninguna justificación puede darse a esa ablación total o parcial de sus genitales externos por motivos no médicos. Este procedimiento, parte de la cultura ancestral de ciertos pueblos, es considerado por la Organización Mundial de la Salud, a más de una violación de los derechos de las mujeres y las niñas, algo por demás dañino, ya que en realidad no aporta ningún beneficio a la salud, y puede -por el contrario- producir lesiones graves con consecuencias severas a futuro.

Según cifras de las Naciones Unidas, alrededor de 200 millones de mujeres y niñas en el mundo han sufrido esta práctica; proviene al menos la mitad de las víctimas de países como Egipto, Etiopía e Indonesia. Lo paradójico es que en estos países se sigue practicando esta costumbre pese a estar prohibida, lo que demuestra que el dictado de una ley, por sí solo, no basta para solucionar un problema si es que la disposición no es acompañada por los ciudadanos. Precisamente éste es el temor que tienen muchas organizaciones defensoras de derechos, como dijo Faiza Mohamed, directora regional para África de la organización Equality Now sobre la nueva norma: «Tener una ley contra la mutilación genital femenina actúa como un elemento disuasorio importante; sin embargo, Sudán puede enfrentar desafíos para hacer cumplir la legislación. Es posible que las personas que todavía creen en la ablación no denuncien casos o actúen para detenerlo cuando saben que está sucediendo».

A primera vista, observado el tema desde nuestro país, nos parece una práctica lejana y extraña. Sin embargo, esta semana nos dimos también con una noticia que nos hace pensar cuánto falta en materia de derechos de las mujeres en nuestra región. Hacemos referencia caso de Maricel, una niña paraguaya de 12 años proveniente de la etnia guaraní, quien fue hallada muerta en un maizal el 29 de junio.

Perdió su vida víctima de una hemorragia aguda tras haber sido violada; se sospecha que el autor fue un miembro de su comunidad, de 26 años de edad.

Este hecho, que es parte de otros tantos similares que han ocurrido, motivó la reacción de la sociedad paraguaya. En este sentido, la Articulación de Mujeres Indígenas de Paraguay (MIPY), al denunciar la ausencia del Estado, afirmo: “Nuestro dolor aumenta ante la crueldad a la que fue sometida Maricel, de 12 años, violada y asesinada en los yuyales de Pirapó, Itapuá, y nuestra angustia no tiene consuelo. Las niñas y las mujeres indígenas vivimos brutalidades diarias y a nuestro padecimiento ancestral por todo lo que han vivido nuestras madres y abuelas, agregamos el sufrimiento de lo que hoy está pasando ante nuestros ojos sin que a las autoridades, y a buena parte de la sociedad paraguaya, les importe”.

Hay costumbres y costumbres. Algunas nos enlazan con lo mejor del pasado y nos dan certidumbre para enfrentar el futuro. Pero otras, como las que hemos narrado, son una cruel muestra de cómo ciertas prácticas culturales son aceptadas pese al daño que producen. Ritos que siempre se ensañan con la parte más débil de la comunidad del caso. Es por ello que estas prácticas, por más que sean ancestrales o constitutivas de algunas comunidades, deben ser desterradas para que se dé el valor jurídico que se merecen los derechos humanos. Es decir, derechos universales no sólo respecto de sus destinatarios, sino también predicables y exigibles en cualquier tiempo y lugar.

Sudán no queda lejos. El Chineo u otras prácticas aberrantes de iniciación sexual temprana en niñas wichí o de otras comunidades indígenas o vulnerables son una realidad nuestra. Pero no es sólo allí que se presentan tales conductas: en junio de este año, una chica de 16 años fue violada en “manada”, en Chubut, y el Ministerio Público habló de «desahogo sexual» respecto de los acusados del hecho. Tampoco distingue estratos socioeconómicos: el pasado 18 de enero, en Villa Gesell, Fernando Sosa fue brutalmente asesinado por un grupo de rugbiers por aplicación de un oscuro código de violencia y prepotencia, propio de ciertos círculos de tal deporte, predicado generalmente por personas de acomodada situación económica.

Por todo eso, que el avance en los derechos humanos en Sudán no quede como una anécdota y nos sirva para ver las prácticas similares que lamentablemente permanecen entre nosotros, agraviantes de los derechos humanos más básicos de las personas.

(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas
(**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales

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