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Robert Mueller y los vínculos de Donald Trump

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 Por Silverio E. Escudero

Robert Swan Mueller III -un abogado y funcionario público estadounidense que fue el sexto director del Buró Federal de Investigaciones (FBI) desde 2001 a 2013- es, por estos días, el hombre al que más teme el presidente republicano Donald Trump. Mueller tiene en su poder todas las claves de las interferencias rusas en los resultados de las últimas elecciones presidenciales de Estados Unidos (EEUU).
El hecho nos obligó, como a otros muchos investigadores, a revisar la historia de ese país en busca de antecedentes de factores ajenos a los partidos políticos en los procesos electorales. Tropezamos con una inmensa historia de fraudes, estafas, chantajes, apremios ilegales, espionajes, secuestros y asesinatos políticos en la Nación que dice estar llamada a ser el garante (¿o gendarme?) de la democracia en el mundo.
Entre tanto material disponible, que supera los mil quinientos folios, la tentación de detenernos en la historia reciente del estado de Florida fue grande. Habría permitido explorar los vínculos entre los exilados cubanos y el amañamiento de las elecciones para gobernador cuyos principales beneficiarios fueron los miembros de la familia Bush, sus amigos y entenados. Cuestión que, seguramente, será motivo de atención preferente apenas se cuente con elementos suficientes para escrutar la conducta patrimonial del gobernador estatal y senador Marco Rubio, después de la tragedia que golpeó con dureza a la bellísima Puerto Rico.
Resulta menester volver a Robert Mueller, principal objeto de esta aproximación. Decíamos de preocupaciones, temores y coincidencias. Por estas horas, es el personaje más custodiado y protegido de Estados Unidos.
Los organismos de seguridad se encuentran en alerta máxima. Han tendido un “cerco de hierro” en su torno. Previenen, de esa manera, la tentación de un magnicidio (aunque nadie asegura que no lo haya). Su asesinato deterioraría aún más la situación de Trump habida cuenta que el mundo espera, con ansiedad, su informe como fiscal especial.
Temor que surge – por esos extraños juegos de la historia- al analizar causalidades y coincidencias entre las investigaciones que golpean la puerta de la casona de la avenida Pensilvania 1600 en Washington. Y, las que llevaba adelante el fiscal Alberto Nisman -muerto en extrañas circunstancias- en contra de la entonces presidente de la Nación, Cristina Fernández viuda de Kirchner.
Tanto republicanos y demócratas saben que el Día D está más cerca. Quizás la audiencia acaezca en los “idus de marzo”. Época que fue nefasta para Julio César.
Hoy, todas las sospechas que recaen sobre Trump han tomado entidad suficiente para dar comienzo al juicio de destitución (impeachment). Relacionan la campaña electoral del presidente y, por entonces candidato presidencial, y la injerencia rusa en las elecciones presidenciales de 2016. Además de haber puesto en peligro la seguridad nacional y la posición de EEUU en el concierto de las naciones.

Es importante subrayar que Mueller y su equipo no divulgarán sus averiguaciones a la opinión pública, sino que será el nuevo fiscal general William Barr quien decida qué hacer con ellas. Este proceso seguramente implicará la consulta a la Casa Blanca de Trump y a los consejeros legales del presidente. Después de que Mueller haya presentado su informe confidencial, Barr debe presentar la evaluación de las pesquisas al Congreso y decidir qué hacer público.
¿Trump debería sentirse preocupado por las investigaciones del fiscal Mueller? A la luz de las recientes revelaciones de Michael Cohen, el ex abogado personal del presidente de Estados Unidos (de las que hemos dado cuenta en esta columna) parece no intranquilizar al habitante transitorio de la Sala Oval. Es que sus relaciones –oficiales y/paraoficiales- con Moscú son de antigua data, según sostiene su defensa. Denuncian que en tiempos de Ronald Reagan, época en la que Donald asomaba como un promisorio inversionista de Manhattan, jugó un papel trascendente en la negociación de un acuerdo secreto sobre armas nucleares. Hecho que le permite jactarse al magnate –aún hoy- de que le bastó una hora de discusión para que se terminara la Guerra Fría.
Los dichos muchas veces han indignado a Henry Kissinger que, en más de una ocasión y en público, le ha reclamado silencio con un imperativo: “¡Basta ya de estupideces tamaño badulaque!”
El delirio de grandeza del presidente norteamericano está presente en todos sus actos. Denota que lo ha cultivado en extremo.
Ésta es la razón por la cual valdría la pena preguntarle al “señor de pelo color zanahoria”: ¿Dónde ha quedado tamaño poder de persuasión ahora que es presidente y no necesitaría siquiera llamar por teléfono para probar su habilidad negociadora? ¿Por qué -si es cierto que fue el artífice del fin de la Guerra Fría- no explicó las razones de su estrepitoso fracaso frente a Kim Jong-un, el máximo mandatario de Corea del Norte? ¿Qué razones tiene tan valeroso guerrero, que se atreve a combatir a brazo partido contra los pobres de América que llegan a la frontera de su país persiguiendo un sueño (que les permitiría alejarse del hambre y las enfermedades) y retrocede, temeroso, al primer grito de resistencia de los halcones y manda al baúl de los recuerdos el anuncio de retirar sus legiones de Siria?
Este auténtico zar de la mendacidad necesita a cada momento maniobras de distracción. Sus juegos de guerra, que los supone propios de la televisión, lo dejan al desnudo. Hasta sus eternos aliados de la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés) dan muestras de cansancio. Le han perdido la paciencia; no soportan sus peroratas. En una de sus últimas reuniones, ha informado una fuente cercana a la organización ultraderechista que alguna vez litigó en nuestra ciudad con notable suceso, le habría exigido garantías sobre la autenticidad de su anuncio sobre que EEUU se retira del Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio, suscrito hace tres décadas y que fijó en el tratado Start 2011 del ex presidente Barack Obama.
Como, asimismo, el retiro del acuerdo nuclear de Obama con Irán, del pacto climático de París, de la Alianza Transpacífica, y el reemplazo del acuerdo comercial del TLCAN, del ex presidente Bill Clinton, por un remodelado Acuerdo México-Canadá, a pesar de que el acuerdo aún no confirmado mantiene la mayoría de las disposiciones del acuerdo original.

Pero la agenda de las armas nucleares está abierta y madura para una nueva negociación presidencial. Trump podría aspirar a poner su propio sello en las negociaciones sobre armas nucleares en esta nueva era.
La reunión ganó en tensión cuando las partes comenzaron a discutir la situación judicial de Trump y sus múltiples vínculos con Rusia. Se le requirió información fidedigna acerca de qué es lo que puede esgrimir en su contra el fiscal especial Mueller sobre la posible participación –acordada- de Moscú en la campaña presidencial.
Los visitantes devolvieron la andanada de epítetos y acusaron a Trump de incapacidad manifiesta y sumisión a Vladimir Putin. Le hicieron responsable del fracaso de la cumbre de Helsinki y haber transformado a EEUU en hazmerreir de la comunidad internacional al asegurar que al final de esa jornada no habría “más armas nucleares en ninguna parte del mundo, no más guerras, ni más problemas ni conflictos.”
“Es inadmisible que andes por ahí diciendo esas cosas por ahí. Guarda por in instante tu lenguota” le reclamó, imperativamente, Oliver North -presidente de la ARN- un duro de verdad, que fue clave en el caso Irán-Contra. El escándalo que estalló en 1986 por la venta secreta de misiles a Irán y la entrega de esos fondos a la contrarrevolución nicaragüense sin conocimiento del Congreso, que había prohibido vender armas al régimen de los ayatolás.

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