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Renunciar como se debe

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Antepuso sus ideales a perpetuarse en el poder. En su actuación pública y privada dio múltiples ejemplos de un proceder intachable.

Por Luis R. Carranza Torres

En 1868 el reinado de Isabel II en España terminó de modo abrupto, merced a la revolución de ese año apodada «La Gloriosa». La monarca, también llamada, y por razones obvias, «La Reina de los tristes destinos», debió exiliarse en Francia, abandonando el país por tren desde San Sebastián, donde veraneaba.

Entre quienes habían bregado, ya fuera desde la prensa, la tribuna o la cárcel por un cambio en el país, se encontraba el abogado, filósofo y educador Nicolás Salmerón Alonso.

Por esos tiempos, señalado como un hombre de «profundas convicciones morales y éticas», al decir del historiador Fernando Martínez López, en una época en que no abundaba ni lo uno ni lo otro, y mucho menos en la arena política.

La revolución 1868 lo sorprendió convaleciente en su pueblo natal. Se trasladó a Madrid, epicentro del suceso, en donde ocupó cargos en la Junta Revolucionaria e intervino en los debates de las asambleas que el Partido Demócrata celebró en el teatro-circo Rivas. Allí se pronunció por una república federal como nueva forma de Estado, pero no pudo ser parte de la ulterior convención constituyente al perder las elecciones en Almería, a manos de su hermano Francisco, que se postulaba por los monárquicos.

Al siguiente año, ya con la nueva constitución republicana, es elegido como diputado por Badajoz y -cuando el 11 de febrero de 1873 se proclama la República- pasa a formar parte del Consejo de Ministros bajo la presidencia de Estanislao Figueras. Quedó entonces a cargo del ministerio de Gracia y Justicia.

Su creciente ascendiente lo llevó a ocupar la Presidente del poder ejecutivo de la República, a partir del 18 de julio. Trató, fiel a su estilo, de fortalecer la autoridad y gobernar con temple conciliador entre los distintos sectores reformistas y federalistas.

Firme detractor de la pena de muerte, cuando se sofocó una revuelta en Levante y Andalucía, y debió firmar las condenas a muerte de varios de sus autores, dictadas por los tribunales del ramo, prefirió dejar el gobierno. Su presidencia había durado sólo 50 días.

Al respecto hubo de expresar: «Todo hombre tiene derechos absolutos, imprescriptibles, […]. La sociedad puede y debe organizar esos derechos en el interés de todos […] La sociedad puede y debe castigar su infracción o violación para restablecer el derecho y la ley, y corregir la voluntad del culpable, pero no puede privar de esos derechos a nadie. Deberán pues ser abolidas las penas irreparables y toda institución o estatuto contrario a la razón. La persona humana es sagrada y debe ser respetada como tal».

Era presidente del congreso de diputados cuando ocurrió el golpe de estado del general Pavía, y la República se vino abajo. Luego de la dictadura de Serrano, se restauró la monarquía, pero con rey nuevo, el hasta entonces príncipe Amadeo Fernando María de Saboya, segundo hijo de Víctor Manuel II, rey de Italia.

Los primeros años de la Restauración fueron de persecución y exilio para Salmerón. Recaló entonces en París, donde se dedicó al ejercicio del derecho para sobrevivir, sin dejar la actividad política. Es allí que recibe el ofrecimiento de trabajo por parte del cliente menos pensado: la propia Isabel II, también exiliada en tierras galas.

La antigua monarca, bajo cuya autoridad se había apresado al letrado en 1867 en la cárcel del Saladero en Madrid, tenía un problema familiar referido a derechos testamentarios y necesitaba a un abogado competente, discreto y de honestidad a toda prueba. Contactado a través de terceros en común, don Nicolás Salmerón se llegó al palacio de Castilla, residencia en París de la exreina de España. Ambos, en la entrevista, guardaron las formas. Salmerón le expresó a su inicio: «Señora, soy republicano; no seré, pues, el abogado de una reina sino que tendré una cliente española». Isabel II, que tuteaba a todo el mundo, según la prerrogativa y costumbre real, le respondió: «El que sea usted o no republicano, es cosa que le atañe a usted y no a mí; yo he llamado al abogado más eminente y al hombre más honrado de España».

Lo había tratado de usted. Dicen que fue la única vez que lo hizo con alguien. Un signo de inequívoca deferencia que no le pasó desapercibido a Salmerón, que no pudo sino decirle:

«Señora, este modesto abogado está a sus órdenes». El letrado cumplió acabadamente con el encargo legal, solucionando la cuestión y negándose a cobrar honorarios. Al enterarse de ello, Isabel II le envió un retrato suyo con un marco de plata en el que estaban engarzadas perlas y piedras preciosas. Salmerón se quedó con el retrato y le devolvió el marco con una carta de agradecimiento.

Don Nicolás pudo volver, a diferencia de la antigua reina, a su España en 1884 y pasar allí sus últimos años entre la cátedra universitaria y como diputado por Cataluña, firme defensor del parlamentarismo y en procura de la unidad de las distintas y enfrentadas facciones del bando republicano.

Falleció en la ciudad francesa de Pau el 20 de septiembre de 1908, mientras se encontraba de vacaciones. En 1915 se trasladaron sus restos al monumento funerario levantado en el cementerio civil de Madrid. En su epitafio se grabó la frase que Georges Clemenceau le dedicó en su tiempo, admirado de la solidez de sus convicciones: «Dejó el poder por no firmar una sentencia de muerte».

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