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Reglas y litigios de antiguos carnavales

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Por Luis R. Carranza Torres

El carnaval, conforme el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, resulta, en su primera acepción, “los tres días que preceden al comienzo de la Cuaresma” y, en la segunda, “fiesta popular que se celebra en tales días, y consiste en mascaradas, comparsas, bailes y otros regocijos bulliciosos”.

Dicha celebración ha hecho intervenir a lo jurídico, en diversas modalidades. 

John Bossy en su libro Christianity in the West, 1400-1700, publicado por Oxford University Press, expresa, en sentido opuesto a la creencia habitual, que tales celebraciones “eran, a pesar de algunas apariencias, de carácter cristiano y de origen medieval: aunque se ha supuesto ampliamente que continuaban algún tipo de culto precristiano, de hecho, no hay evidencia de que existieran mucho antes del año 1200”.

Con respecto a nuestra realidad jurídica, Daniel Balmaceda en un artículo en el diario La Nación del 10 de febrero de 2018, expresó que por Buenos Aires ya “en tiempos de la dominación española, preocupaban a las autoridades los ‘bailes indecentes’ que se realizaban en las calles”. En 1770, se estableció que las celebraciones debían ser “puertas adentro” y ocho años después el virrey Cevallos los prohibió por los incidentes que se generaban, pero fueron reinstalados luego de partir el mandatario.

A medio camino entre permitir todo y vedarlos, el 8 de junio de 1836, en el “Año 27 de la Libertad, 21 de la Independencia y 7 de la Confederación Argentina”, el gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, sancionó un reglamento por entender el gobierno bonaerense “la necesidad de prescribir reglas fijas para el juego de Carnaval, a fin de precaver los excesos notables que algunas veces llegan a cometerse, y conciliar por este medio el respeto que se debe a los usos y costumbres de los pueblos, con lo que esencialmente exige la moral y la decencia pública”.

Dicha regulación, pronto imitada en otras provincias, establecía en su primer artículo: “El juego de Carnaval sólo será permitido en los tres días que preceden al de Ceniza, principiando en cada día a las dos de la tarde, cuya hora se anunciará por tres cañonazos en la Fortaleza, y concluyendo al toque de la oración, en que tendrán lugar otros tres cañonazos”. Luego de esa hora, debía pedirse permiso escrito al jefe de policía.

En las casas en que se jugara desde las azoteas o ventanas, debía “mantenerse la puerta a la calle cerrada durante las horas de diversión, y abrirse tan solamente en los momentos precisos para los casos de servicio necesario”. Asimismo, “el juego que se haga desde las azoteas, ventanas o puertas de calle, sólo podrá ser con agua sin ninguna otra mezcla o con los huevos comunes de olor, y de ninguna manera con los de avestruz”, conforme su artículo tercero.

Se podía jugar “por las calles a caballo, o a pie, o en rodado”, pero sólo con “los expresados huevos comunes de olor”. Para usar cohetes y buscapiés, se debía contar con un “permiso por escrito del jefe de Policía” (art. 4). 

No se podía jugar “de casa en casa por los interiores de ella” (art. 6º), ni desde la calle, “asaltar ninguna casa, ni forzar alguna de sus puertas o ventanas, ni pasar de sus umbrales para adentro, ni a pie ni a caballo, en continuación del juego” (art 5º). Tampoco podían usarse “máscaras, vestirse en traje que no corresponda a su sexo, el presentarse en clase de farsante, pantomimo o entremés, con el traje o insignias de eclesiástico, magistrado, militar, empleado público o persona anciana” (art. 7ª). 

Quien infringiera tales normas sería “castigado a juicio y discreción del Gobierno como corresponda, según las circunstancias del caso”, debiendo asimismo “subsanar los daños y perjuicios particulares que hubiere causado por su infracción, en caso de ser reclamados”.

Aun con tales normas, muchas veces la algarabía se desbordaba y la cosa llegaba a los tribunales. Dejando a un lado los apresamientos por ebriedad o disturbios, existe en el Archivo Histórico de nuestra provincia un particular caso entre dos vecinos de la ciudad de Córdoba.

El pleito se inició luego de los carnavales cordobeses de 1834 cuando Justina Bazán demandó a Luis María Narvaja por haberle dañado su “peineta grande de carey”, uno de los tipos más apreciados y valiosos de ese accesorio femenino de época, destinado a engalanar el peinado de las damas. 

El demandado, durante los festejos, le había arrojado un huevo relleno con agua de colonia, que partió en dos al preciado objeto. En su libelo introductorio que perseguía resarcirse del daño, expresó la demandante que en la jornada en cuestión ella no tomaba parte de los festejos, lo que saltaba a la vista por la vestimenta que llevaba puesta siendo el accionar de Narvaja “inapropiado”. Algo que fue contradicho en su responde por el demandado, quien aseguró que la dama se había asomado por la ventana de su residencia durante los festejos por lo que debía “sufrir todo lo que ofrecen los días de estos juegos”.

A más de poco caballeroso, se trató de una estrategia defensiva que se reveló infructuosa. Los tres testigos propuestos al declarar fueron contestes en que la actora era extraña a los festejos. De allí el pleito se falló a favor de Justina y el lanzador de huevos rellenos Narvaja fue condenado a pagar 14 pesos por el costo de la peineta que había roto.

A pesar de sus detractores y todas estas cuestiones, el festejo de carnaval se las ha ingeniado para sobrevivir hasta nuestros días.     

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