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Recordando enseñanzas de la retórica forense grecorromana

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Por Armando S. Andruet (h) twitter: @armandosandruet

Durante varios años, en la revista «Foro de Córdoba» tuve el privilegio de haber pensado y dirigido una pequeña sección que se denominaba «Nova et vetera». Esto es, de cosas nuevas y viejas. 

En ella promovía que quienes eran mis alumnos en la cátedra de Filosofía del Derecho o adscriptos a la materia, leyeran un libro jurídico clásico que les proveía, lo comentaran y yo me encargaba de hacer una actualización de la obra, acorde alguna temática en interés por aquel momento. Todas esas personas fueron por demás competentes en la consigna y muchos de aquellos jóvenes son hoy encumbrados abogados/as litigantes, notarios/as, funcionarios/as y/o magistrados/as.

El proyecto era repensar, en clave de contemporaneidad, los aportes que siempre se encuentran en una obra que, en términos generales, es reconocida como clásica. 

Autores que, a veces, es preferible para muchos no leer, puesto que pueden parecer obsoletos en sus construcciones y tesis demasiado sencillas para un mundo moderno tecnocrático e inundadas de profundo sentido común, lo cual para un tiempo en el cual la sociabilidad de las personas pasa por la conectividad que puedan tener ellas en las redes sociales, parecen volverse inservibles.

A ello se suma que la práctica profesional o laboral se cumple por modo homeworking con la asistencia de la inteligencia artificial y las plataformas virtuales; parece establecer que todo aquello que quizás tiene más de 30 años de antigüedad tiene que pasar la prueba de la utilidad ante la duda por su obsolescencia. 

Dicho prerrequisito de entidad de servicio vuelve de notable dificultad encontrar que, a priori, viejas teorías, tesis, enseñanzas, prácticas y modos de hacer o de relacionarse profesionalmente puedan ser apreciadas como valiosas.

Sabiendo de todos esos prejuicios, también podemos dejar fuera de toda duda que hay cosas que, por su vetustez, para lo único que sirven es para su exhibición y para recordar lo útil que fueron otrora. Por ejemplo: ¿qué utilidad puede tener que en nuestra casa tengamos un barómetro? Más cuando hoy nuestros teléfonos celulares nos indican el pronóstico del tiempo con un horizonte de al menos siete días vista, y todo ello con bastante exactitud. 

Sin embargo, cuántos capitanes de navío en tiempos no del todo remotos habrán podido enfrentar tormentas con dicha medición de la presión atmosférica; o todavía hoy para quien viva alejado de los mecanismos ya indicados seguirá siendo dicho instrumento rudimentario, aunque científico, adecuado para establecer cambios atmosféricos importantes.

Días pasados, me solicitaron para una maestría internacional sobre argumentación jurídica que hiciera un abordaje de la retórica grecorromana. Tema del que me ocupé en gran medida años atrás, a partir de indicaciones que el siempre recordado maestro Olsen A. Ghirardi me señalaba frecuentar en obras y autores. 

Posiblemente él, como estupendo abogado litigante que fue, tenía predilección por los romanos y, entre ellos, sin duda Marco Fabio Quintiliano ocupaba el lugar principal. 

Con el tiempo comprendí que dicha persistente indicación no sólo era por su condición profesional de abogado litigante sino en verdad porque la claridad que dicho autor ha demostrado en las Instituciones Oratorias hace de esa obra un insumo principal e insustituible para quien quiera ser un tanto más sobresaliente en la manera de construir sus discursos judiciales, sean ellos verbales o escritos.

Éstos son tiempos en los que la llamada teoría estándar de la argumentación jurídica está tan vigente y cuando parece que los capítulos referidos a la justificación de las resoluciones, la motivación del discurso jurídico, la justificación interna y externa de las sentencias, los argumentos y el contexto de descubrimiento y el de justificación de ellos, la interpretación jurídica con los modernos e intrincados caminos de realización (como igualmente si el proceso decisorio es subsuntivo y/o ponderativo y una extensa retahíla de conceptos) son de incuestionada influencia en el ámbito de la enseñanza jurídica, como también de la práctica del derecho judicial.

Naturalmente, por lo pronto, hay que discutir que, sin duda, postular el conocimiento y la enseñanza de temas precisos de la retórica grecorromana parece una empresa totalmente descomedida.

En pos de hacer alguna justificación de la razón por la cual creemos en la importancia de la intensificación de los estudios clásicos sobre esta materia, podemos decir sencillamente: las principales enseñanzas que se están formalizando actualmente sobre argumentación jurídica se recuestan principalmente sobre el emplazamiento del razonamiento del juez y dejan la gestión abogadil como una materia que por añadidura habrá de aprovechar aquella otra. En especial cuando de los capítulos referidos a la interpretación jurídica se trate, puesto que tal tarea (tanto unos como otros) habrán de cumplir aunque con objetivos disímiles. 

Aun cuando las enseñanzas modernas fueran todavía más generosas para los servicios profesionales de los abogados, no alcanzan a penetrar en un capítulo completamente pragmático, como son acaso las diversas maneras como el ejercicio argumentativo forense debe llevarse a cabo.

Es como si la enseñanza que a tal respecto se cumple, en general se focalizara especialmente sobre una construcción teórica del problema a ser abordado. 

Al leer a los mejores autores (verbigracia, Robert Alexy, Manuel Atienza, Neil MacCormik, entre otros), más allá de la práctica del ejemplo con el cual pueden ilustrarse situaciones concretas, no se puede dejar de reconocer que existe una baja o nula referencia a que la vida abogadil es sin duda esencial al derecho judicial, y por ello, junto al «saber pensar el problema» también hay que «saber hacerlo evidente» ante el auditorio-tribunal que habrá de concluir decidiendo el triunfo o el fracaso de dicha realización. 

Por de pronto, se impone recordar que existe un prejuicio notable cuando de estas cuestiones se trata, rápidamente se asocian -por ignorancia antes que por otra razón- con que el ejercicio retórico importa la utilización de malas artes y, por lo cual, mientras más se pueda desterrar dicha realización del mundo abogadil-judicial, éste se moverá por coordenadas más racionales y honestas.

Ciertamente, esa mirada es parte de la erosión que la retórica recibió, especialmente por Platón, en dos de sus obras principales, como fueron los diálogos Protágoras y Gorgias, en las cuales mostró la pertinaz acción maléfica del relativismo y escepticismo que los sofistas ejecutaban detrás de dicho arte de manipular la palabra y, con ello, las emociones y decisiones de las personas. Sin perjuicio de ello, el mismo filósofo en Fedro muestra criterios menos severos.

Con ello dejará abierto el camino para que en lo inmediato fuera Aristóteles quien claramente, en su obra La Retórica, presente una práctica retórica más noble y parte incuestionable cuando el discurso se ocupe de materias prácticas, tal como sucede con el derecho. Cabe recordar que ya también un sofista como Isócrates había mostrado lo inaceptable de comportamientos indignos que en esta materia ciertos sofistas habían tenido, y así lo hace saber en Contra los sofistas.

Cabe sólo agregar que cuando Aristóteles se refiere a la práctica retórica no cuestiona que en ella se intente generar alguna persuasión respecto a las tesis que son verosímiles, como son por definición las que se conjugan en el derecho judicial. Agrega que hablarle tanto al entendimiento como a la voluntad del hombre posibilita que su comprensión sea siempre mayor y mejor.

Luego de los griegos, la retórica será profundizada en su misma realización operativa en el mundo romano y por excelencia el orador completo será Marco Tulio Cicerón, que en cualquiera de sus obras de esta materia sería conveniente que los abogados -y también los jueces- hicieran alguna inversión de lecturas. 

En una de estas obras, quizás la más accesible a la lectura atenta pero relajada, es Diálogos del orador, en la cual señala una serie de características que habría que pedirle al orador para acercarse al ideal de él. Así: tener la agudeza de los dialécticos, las sentencias de los filósofos, utilizar casi las palabras de los poetas, contar con la memoria de los jurisconsultos, poseer la voz de los trágicos y el gusto aproximado de los mejores actores. No podemos explicar en detalle cada uno de los aspectos pero un primer juicio permite orientar el temperamento del autor. 

Por ello, quien quiera hacer de sus presentaciones judiciales -escritas o verbales- instrumentos que resulten cumplidos con buena pluma, mejor elegancia y naturalmente con una especial ingeniería en el tratamiento de los argumentos utilizados, es siempre recomendable un paseo por la retórica clásica grecorromana.

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