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Pueblos blancos

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Por Edmundo Aníbal Heredia (*)

Desde los pueblos blancos de Andalucía, hace muchos años, llegaron a esta tierra cordobesa contingentes de mujeres y hombres en busca de bienestar, y aquí sembraron trigo, maíz e hijos, y dicen que hasta impusieron un habla que hoy distingue a su gente respecto de otros argentinos. El viajero evocativo puede hoy recorrer esos pueblos blancos, imaginarse cómo eran entonces y así tratar de recrear aquella historia. Para su satisfacción, las tradiciones han sido fuertes y esos pueblos no han cambiado mucho, a no ser por los aprestos para recibir contingentes de turistas que vienen de otros países y de otras culturas y que apenas les introducen un cambio sólo aparente por esa presencia algo intrusa, pero sin alterarles su esencia. 

Si no es posible recorrerlos a todos, una visita detenida puede concentrarse en alguno de esos pueblos y en alguna de las viviendas que desafían el transcurso de los años y que no se resignan a dar paso al implacable progreso material. Todos esos pueblos guardan rastros de su pasado, entre los que se destacan en algunos de ellos las fortalezas y castillos que resistieron el avance de sucesivos invasores portadores de otras culturas y otras religiones. Sus habitantes lo saben bien, porque tienen esa historia incorporada a sus hábitos, a su arquitectura, al trazado y a la estructura de sus pueblos. Cuando cada día caminan por sus calles al mismo tiempo están también recorriendo su historia. 

El pueblo elegido puede ser Grazalema y con preferencia una casa bien representativa del lugar donde ha sido conducido el visitante, preferiblemente una de aquellas en las que su dueño se siente orgulloso de mantener sus tradiciones, porque ha recibido ese honroso encargo de sus antepasados; para llegar a ella es necesario trepar hasta las alturas de la sierra y así se puede contemplar el pueblo con una sola mirada y desde la altura. En efecto, desde el escueto patio de esa casa se ve todo el pueblo, inmaculado. Alargando la vista más allá, cuando la imagen se va convirtiendo en horizonte, hileras uniformadas de olivos que parecen un ejército verde y, más allá aún, en otras parcelas geométricas, disciplinados naranjales y lucientes superficies de trigo amarillo. 

El interior de esa casa es una expresión muda de las necesidades y preferencias de su dueño, porque ha sido hecha y alhajada por él mismo manteniendo hábitos y costumbres que le vienen desde lejos, quizá de su pasado protagonizado por visigodos, árabes, cristianos o aun culturas más antiguas. Desde el centro de la rústica sala, girando en derredor, el visitante podrá apreciar una variedad de objetos colgados de las paredes o asentados en el suelo; cada uno de ellos tiene un sentido utilitario o simbólico. Parece que nada falta, pero también que nada está ahí sin un motivo que lo justifique: muebles, enseres y adornos, recipientes de barro, artesanías variadas, racimos y ristras de frutos secos del lugar. 

El piso es de lajas bastas arrancadas de las canteras de la sierra; el techo está hecho con la madera ganada a hachazos al monte cercano. Las paredes encaladas son suavemente onduladas porque responden a la plomada del alma de su dueño. Naturalmente, los cacharros de la cocina también han sido modelados por sus manos. El interior de la casa es, así, todo un paisaje que resume la cultura ancestral de la sierra de Grazalema, exacta representación en miniatura de la vista panorámica de cualquiera de los demás pueblos blancos de Andalucía. 

Hay mucho que ver allí con los ojos interiores, porque cada objeto encierra siglos de historias personales de antepasados, quizá nuestros mismos antepasados. Todo ha sido hecho o preparado con sus manos y su inteligencia. La casa no responde a ningún orden convencional de la arquitectura o de la decoración, sólo a sus necesidades y a sus tradiciones culturales y utilitarias. Todo el conjunto es parte de él mismo, tanto como lo son su sonrisa serena y su gesto hospitalario. El dueño de la casa muestra cada cosa apenas señalándola, casi sin palabras, temeroso de caer en inmodestia, porque cada objeto que hay allí es él mismo, cada cosa de la casa es él mismo, su historia personal. Como también es la síntesis de Grazalema, apretada entre cuatro paredes.

Pero hay que salir de la casa porque la mayor atracción está por venir. Ya desde la sala se oye el rumor monocorde del agua en turbulencia, que viene de abajo, porque la casa está montada sobre un arroyo vigoroso que baja precipitadamente de la montaña. Rodeando la casa aparece un hueco desde donde se ve el remolino nervioso y rugiente de las aguas, que parecen protestar al haber sido fugazmente detenidas por los parapetos del molino. Escaleras abajo, en la penumbra, está el húmedo recinto donde las aspas se mueven rítmicamente impulsadas por la corriente, produciendo un ruido de golpes secos que se asocian al rugido del agua en movimiento y componen así una extraña música ritual que invade los oídos. En la batea se muelen los granos, suavemente amarillos. A un costado, varias bolsas abiertas contienen el trigo nuevo y las harinas obtenidas en diversos grados de molienda. En otro sector, al lado mismo del molino, está el pequeño taller, con piezas de reposición, todas de madera, por supuesto fabricadas por su dueño.

¿Qué hace con la harina? Simplemente pan. Pero nuestro anfitrión aclara que no es panadero, es molinero. Tanto es así que el pan no lo vende, hornea dos veces al mes y lo regala a los amigos de Grazalema. ¿De qué vive entonces? Se ocupa de trabajos variados en las casas vecinas; sobre todo, su especialidad es construir con piedras las derivaciones y correcciones de las aguas que bajan de la sierra para que beneficien y no perjudiquen los cultivos del lugar. Si tanto tiempo y trabajo le demandan la conservación del antiguo molino, si no vende la harina ni el pan, es necesario que explique por qué tanta dedicación.

“Verá usté –responde a quien se lo pregunta- en la sierra de Grazalema había hace mucho tiempo hasta 19 molinos en las faldas de la montaña; todos aprovechaban las aguas de los arroyos. Con el tiempo, fueron abandonados uno a uno, porque las nuevas técnicas se iban imponiendo en el pueblo. Hasta que quedó sólo este, que fue de mi padre y antes de mi abuelo, y para entonces ya tenía muchos años. Usté  comprenderá que si éste es el único molino de la sierra que ha quedao y yo lo abandono, entonces ya no quedaría ninguno. ¿Me comprende usté?”

Es un verdadero desafío unir los dos tramos de esta historia, la del molinero de Grazalema y la de los descendientes de los que hace más de cien años llegaron a estas riberas del Suquía. Pero vale la pena asumir el desafío, porque la historia es una continuidad y es inútil que los seres humanos quieran escindir esos tramos.

Ese pasado -quizá un pasado casi ignorado-, por muy lejano que sea forma parte de lo que somos y tan pronto como lo evoquemos estaremos reverenciando a aquellos que tejieron sus ilusiones, enfrentaron la aventura y se fueron en lomo de mula a Cádiz para allí embarcarse rumbo a esta Córdoba. Más aún: incorporaremos ese pasado como nuestro pasado, como propio, y ello nos ayudará positivamente para conocernos a nosotros mismos.


(*) Doctor en Historia. Miembro de Número de la Junta Provincial de Historia de Córdoba

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