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Nuestro corsario más famoso

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Por Luis R. Carranza Torres

La Armada Argentina, así como la uruguaya, entre otras latinoamericanas, tienen su origen en la actividad de corso. El mismo Guillermo Brown se dedicó con éxito a tal actividad, como casi todos nuestros capitanes de la época. En tales expediciones se formarían, asimismo, la primera oficialidad marina argentina como, por ejemplo, Tomás Espora.

Como explicita Antonio de Capmany y de Montpalau, en el tercer tomo de sus Memorias históricas sobre la marina, comercio y artes de la antigua ciudad de Barcelona, de 1792, cuando los Estados “carecían de medios para mantener de continuo una armada real”, una forma de superar tal falencia era “el corso de los particulares”, los que “atraídos de la esperanza de las presas, y los armamentos temporales de los comunes y ciudades, suplían la falta de una fuerza pública para resistir u ofender constantemente a los enemigos” del caso.

En palabras de hoy, suponía una suerte de concesión pública para hacer la guerra, conforme las normas que el Estado bajo cuya bandera se llevaba adelante el corso impusiera, obteniendo como beneficio el “derecho de presa”. 

Presa marítima, conforme el Diccionario Panhispánico del Español Jurídico era la “facultad otorgada por el derecho de la guerra a un beligerante para capturar buques mercantes con pabellón enemigo o neutral o bien sus mercancías en aguas no neutrales, con el fin de obtener su confiscación mediando el control jurisdiccional y el pronunciamiento favorable de un tribunal de presas establecido conforme a su derecho interno. El principio consuetudinario en la materia es que toda presa debe ser juzgada.”

Existía, al efecto, un tribunal de presas, el cual resultaba un “órgano colegiado interno creado por una potencia beligerante que, de acuerdo con el principio consuetudinario de que toda presa debe ser juzgada, es competente para decidir mediante sentencia firme, en aplicación del derecho internacional y del derecho interno, si serán o no confiscados y adjudicados los buques privados enemigos o neutrales y su cargamento que hayan sido apresados por las fuerzas navales propias o por los corsarios habilitados con una patente para la guerra marítima”.

De hecho, como nos cuenta Pedro G. Somarriba en su trabajo “La regulación del corso”, en el siglo XVIII y principios del XIX España hacía uso del corso para compensar la debilidad de su armadas frente a otras potencias navales como la británica. Las naciones hispanoamericanas que buscaban independizarse, pronto copiaron el método. La primera norma de este tipo en nuestro país la dio la propia Primera Junta con el “Decreto para el corso”, expedido en noviembre de 1810. El 3 de abril de 1812, el Triunvirato publicó en la Gaceta Ministerial N° 1 de ese año, su disposición N° 67: “Pena para los corsarios enemigos a quienes se tomase saqueando las habitaciones de los ribereños”.

El 15 de mayo de 1817 el director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, brigadier Juan Martín de Pueyrredón, expidió el Reglamento Provisional para el Corso, que especificaba la situación legal de los corsarios bajo bandera argentina.

Allí se normaba en su primer artículo que: “El Gobierno concederá patente de corso á todo individuo que solicite armar algún buque contra bandera enemiga, previa la fianza que estime conveniente ante la Comisaría de Marina, explicando en la instancia la clase de embarcación que tuviese destinada, su porte, armas, pertrechos, y gente de dotación”. En tal sentido, “concedido el permiso para armar en corso, facilitará el Comandante de Marina la pronta habilitación del buque por todos los medios que dependan de sus facultades, consintiéndole reciba toda la gente que quisiere á excepción de la que estuviere nombrada para servicio del Estado, ó actualmente en él. (…)”, conforme el artículo segundo.

Es por ello que, en el tercer artículo se declaraba: “Los oficiales de los buques corsarios quedan bajo la protección de las leyes del Estado, y gozarán, aunque sean extranjeros de los privilegios e inmunidades, que cualquier ciudadano americano mientras permanezcan en servicio”.

Dentro de dicho marco jurídico, se expidió el 25 de junio de 1817 la patente de corso N° 116. La antigua fragata española Consecuencia, capturada por los corsarios rioplatenses Hércules y Halcón el 28 de enero de 1816 frente a las costas del Perú, renombrada ahora “La Argentina” sería el buque empleado para tal “crucero de corso” que habilitaba dicha patente.

Desplazaba tal nave 464 toneladas y tenía 40 metros de eslora y 6,25 metros de manga. Se la artilló con 34 cañones de 6, 8 y 12 libras, carronadas y pedreros.

El abogado Vicente Anastasio de Echevarría, un patriota de la primera hora, sería el armador del buque. Es decir, el responsable de brindar los fondos para aparejar y pertrechar la nave, por su cuenta y riesgo, percibiendo a cambio parte de las utilidades que produciría y soportando todas las responsabilidades que la afectaran.

Su participación activa en la revolución, no le había impedido dedicarse también con éxito al comercio, logrando reunir una fortuna considerable. Entre las diversas operaciones de su giro comercial, el transportar yerba mate, azúcar y tabaco desde Paraguay y Corrientes para enviarlo a las provincias del norte en tropas de mulas, que a su vez también vendía en Salta, era de los más lucrativos.

El hombre elegido para comandarla era Hipólito Bouchard, un francés liberal y antimonárquico, quien había recibido la carta de ciudadanía por sus servicios a la revolución. Antiguo granadero de San Martín, tenía fama de capitán duro y exigente.

Todo estaba listo para lanzarse a una de las proezas navales de las nacientes Provincias Unidas: llevar la guerra en el mar a España dando la vuelta al mundo.

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