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Mujeres justas

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Invisibilizada por la historia tradicional, la mujer ha mantenido una íntima vinculación con el ideal humano de justicia. Aun por sobre las prohibiciones y obstáculos. En este siglo XXI, muchas barreras se han traspasado pero quedan todavía no pocos techos de cristal por hacer añicos.  

En la Biblia, la profetisa Débora fue la cuarta persona que se desempeñó como juez de Israel en el período anterior a la monarquía. Fue la única jueza de Israel en la Antigüedad. Su historia se cuenta en los capítulos IV y V del Libro de los Jueces. 

Originaria de Ramá, vivió aproximadamente a partir del año 1107 antes de Cristo. Se discute si estuvo casada con un hombre llamado Lapidoth (“antorchas”), o simplemente el término significa que poseía un espíritu fogoso, pues ese nombre no aparece fuera del Libro de los Jueces. Fue, además, una poetisa. Dictaba sus sentencias bajo una palmera de Efraín. Se la considera, de parte de algunos, como la “Madre de Israel”. 

Desde antiguo, la representación de la justicia tuvo no sólo rostro de mujer sino, además, categoría de diosa. Se dice que la primera fémina portando la balanza de la verdad y la justicia es la diosa Maat, símbolo de la verdad, la justicia y la armonía cósmica en la mitología egipcia. Hija de Ra, nada menos.

El faraón, como suprema encarnación de la justicia humana y divina, debía encargarse tanto de propiciar el predominio de Maat como de obrar por la prosperidad y bienestar de su pueblo. Ambas cosas estaban estrechamente relacionadas, pues eran guiadas por los mismos principios de Orden, Verdad y Justicia. Por eso, en los tiempos del Imperio Antiguo, era frecuente que fuera el faraón mismo quien llevara a cabo sus ofrendas diarias. 

Dice, Dicea o Diké resulta la personificación de la justicia en el mundo humano conforme a la mitología griega. Hija de Zeus y de Temis, no por nada, esta última era la representación de un orden divino, del derecho y de las buenas costumbres. Su hija, en cambio, vigilaba la corrección en los actos de los hombres en la materia, detestaba la mentira y como control de la administración de la justicia, iba a lamentarse con Zeus cuando un juez la violaba en su actuación. 

En la Antigua Roma se adoptó asimismo para la representación de la justicia la imagen de una diosa femenina, que nada casualmente se llamaba Iustitia. De allí el origen de como la denominamos hoy. Desde tiempos romanos, Iustitia ha sido frecuentemente representada llevando una balanza y una espada, con los ojos vendados.

Volviendo a las mujeres de carne y hueso, también en Roma, hubo por vez primera en la historia, abogadas. El historiador Valerio Máximo dedica una sección de su obra Los nueve libros de los exemplos, y virtudes morales, a las mujeres que llevaban casos en su nombre o en el de otros. De modo muy sucinto, y con sentido reprobatorio, este autor recogió las historias de tres mujeres romanas que actuaron ante los tribunales en el siglo I a.C: Amasia Sentia, Hortensia y Caya Afrania.

Casualmente, el estilo perseverante y duro de esta última conllevó que el Pretor prohibiera a las mujeres el ejercicio de la abogacía, veda que se recogió luego en el Corpus Iuris Civilis primero y luego en las Siete Partidas del derecho hispánico. Sólo entre fines del siglo XIX, en algunas partes, y luego de 1910 en nuestro país, reconquistarían el derecho de abogar y dictar sentencia en los tribunales. 

Tal injusta prohibición no conllevó que se alejaran del rubro. Muchas nobles y soberanas se destacaron por el modo de impartir justicia en sus territorios. De todas ellas, la que entendemos de mayor relevancia para nuestra cultura jurídica es Isabel La Católica, una mujer que aun antes de reinar se destacó por su comprensión de las situaciones jurídicas. Una vez en el trono, dio rienda suelta al sentimiento de justicia a favor de los más desprotegidos. Reorganizó la Audiencia y la Cancillería real, entre otras partes del Estado, y amplió asimismo las competencias de los corregidores como delegados de su poder, a fin de erradicar los abusos y afirmar la autoridad real. También buscó hacer comprensible el derecho a todos los sectores del reino, recopilando las dispersas normas jurídicas vigentes en las Ordenanzas Reales de Castilla, de 1484, las primeras de su tipo de la Edad Moderna.

Se la llamaba “reina amante de la Justicia”, con justa razón. Cada viernes se sentaba, bajo un dosel, a la puerta de los reales alcázares o en la plaza pública del lugar donde se hallara. Cualquier súbdito podía entonces acudir a ella a presentar sus quejas y pedir justicia respecto de cualquier situación. Si algún tema la desbordaba en el conocimiento jurídico, lo pasaba a los expertos de su consejo. Caso contrario, sentenciaba allí mismo. Al terminar de resolver, decía a los oficiales de la corte encargados de ejecutar lo decidido: “Yo encargo a vuestras conciencias que miréis por estos pobres como si se tratara de mis hijos”. Se trataba de una justicia con firmeza de “de hierro” pero “sin crueldad”, en palabras de cronistas de la época como Gómez Manrique o Cisneros.

En el siglo XX, con la lucha por el sufragio femenino primero y por la universalización de los derechos de la mujer dentro de los derechos humanos en la postguerra que se inicia a partir de 1945, adquiriría sobre fin de siglo el inicio de una delicada y crucial cuestión que hoy en día todavía nos ocupa: la erradicación de toda forma de violencia contra la mujer.

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