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Los límites de nuestro trabajo

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Por Elba Fernández Grillo (*)

Debo confesar que nunca había pensado en los límites que tiene nuestra profesión de mediadores; podremos negociar, hacer acuerdos, pero las partes siempre reclamarán “algo más”. Querrán que también les ayudemos a solucionar alguna otra cosa que no fue planteada antes o que le podamos modificar tal o cual aspecto de su personalidad a la persona con la cual tiene el conflicto. Pero nuestro trabajo tiene uno o muchos límites, depende del problema, de las personas, del tiempo que tengamos para trabajar, en fin… de múltiples factores que constituyen esa barrera que no podremos sortear. 

Estábamos trabajando con mi colega comediadora un caso de filiación y, como era una etapa previa dentro del fuero de familia, era una mediación presencial. Los mediadores entramos y salimos varias veces de la sala antes de comenzar, para buscar las actas que deben ser impresas y completadas según este procedimiento. En una de estas idas y venidas descubro una niña de unos siete u ocho años, quien lloraba desconsoladamente en un rincón del Centro Judicial, en el mismo piso en el que debía realizarse la audiencia, sentadita en el suelo, con uniforme escolar, con su pelo atado con una colita y de una belleza especial. A su lado, una señora mayor intentaba, sin éxito, calmarla, contenerla. 

Continué con mi trabajo, sin saber que la madre de esa niña era la persona que había solicitado el procedimiento con la finalidad de que fuera reconocida por su padre. Así me enteré de que se llamaba Miranda, que efectivamente tenía ocho años y que, si bien su padre sabía de su existencia, por haber sido fruto de una relación extramatrimonial nunca se había interesado ni en reconocerla ni en entablar algún vínculo con ella. Sí asistió a la primera y segunda audiencias de mediación, intentando también que su otra familia, la única que consideraba “su familia”, nunca se enterara de esta otra situación. 

Miranda pertenecía a un mundo de ocultamiento, de mentiras, de negaciones. La mamá había podido, hasta el presente, arreglárselas sola y con la ayuda de sus padres ya que era su única hija; mandarla a un buen colegio, también pagarle actividades extraescolares, darle una buena vida. Sin embargo, como muchas veces sucede, ya no pudo sostener más la insistencia de la niña de saber la identidad de su progenitor. Esto, sumado a la crisis económica actual, a la charla con una abogada especialista en familia que le había informado de los derechos de la niña de conocer su procedencia, la habían llevado a que se decidiera a solicitar la mediación. 

No hubo mayores dificultades en el reconocimiento del señor de su paternidad con respecto a la niña y de hacer un acuerdo con una prestación alimentaria a su favor, pero fue rotunda su negativa a establecer un vínculo con ella, a presentarle a sus medios hermanos, a sumarla a su otra familia. Hicimos reuniones privadas, charlamos mucho con él, para que comprendiera qué mochila tan pesada iba a llevar Miranda toda su vida por su negativa a verla, a compartir con ella algún tiempo, pero no pudimos cambiar su actitud. También hablamos de las responsabilidades compartidas de una pareja en cuyos planes no figura ser padres, dentro de un contexto de pareja extramatrimonial de tomar todos los recaudos necesarios para evitar estas situaciones que serán sufridas por niños que no tuvieron la opción de elegir. Nada modificó su decisión. 

Tampoco los mediadores podemos presionar; sólo ayudar a pensar desde otro lugar, que fue lo que hicimos. Firmado el acuerdo, el señor se retiró y descubrí a Miranda espiándolo detrás de una pared; la señora mayor, su abuela, me dijo: “Ella sabe que ése es su papá, vivimos en un pueblo”. Luego la mamá, la abuela y Miranda también se retiraron del Centro Judicial. Miranda fue mi límite: muchas noches la recuerdo sentadita en el piso, llorando, por no ser “querida, reconocida, visibilizada” por su papá. 

Hicimos lo que pudimos, un reconocimiento legal que quizás alguna vez de adulta le sirva, una prestación alimentaria para mejorar -quizás- su calidad de vida, pero no pudimos lograr que tuviera un régimen comunicacional, un contacto, un vínculo. Quizás las palabras dichas por estas viejas mediadoras surtan algún efecto en lo profundo del padre y pueda cambiar su actitud frente a esta hija o ella se fortalezca para poder sanar esta adversidad que le plantó la vida. Miranda fue, sin dudas, un límite en mi trabajo como mediadora familiar.

(*) Licenciada en comunicación social y mediadora

Comentarios 2

  1. Matias says:

    Muy interesante tus reflexiones! Gracias

  2. Susana novas says:

    Que difícil es aceptar decisiones que afectan a los chicos… y que sabemos que lastiman …muy buen artículo

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