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Los derechos humanos de la conectividad

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Por Luis Carranza Torres (*) y Carlos Krauth (**)

Semanas pasadas las principales redes sociales globales, WhatsApp, Instagram y Messenger sufrieron una caída mundial que las sacó de funcionamiento al menos por siete horas. Según la compañía, no se trató de un ciberataque sino que el problema se ocasionó en “un cambio en la configuración de los routers troncales que coordinan el tráfico de la red entre los centros de datos” lo que derivó en “problemas que interrumpieron esta comunicación”. 

Más allá de las causas, lo cierto es que la caída produjo serios problemas a sus usuarios. Sean éstos empresas, particulares, organismos oficiales u otros. Es que las redes sociales se han vuelto herramientas indispensables para todo tipo de comunicación. 

Dicha caída aumentó las críticas que ciertos sectores hacen a las redes sociales, en particular, y al uso de la tecnología, en general. Los reproches que se suelen escuchar, además de la dependencia que generan, apuntan a los métodos de trabajo de la empresa que presta el servicio, el uso que hace de los datos personales que tiene en sus registros y, fundamentalmente, al poder que ha alcanzado, el que parece superar incluso al de muchos gobiernos. 

Ya en 1958, al fallar el caso “Kot” de amparo contra actos de particulares, la Corte Suprema de la Nación expresó, en consideración de “las condiciones en que se desenvuelve la vida social de estos últimos cincuenta años” que : “… además de los individuos humanos y del Estado, hay ahora una tercera categoría de sujetos, con o sin personalidad jurídica, que sólo raramente conocieron los siglos anteriores: los consorcios, los sindicatos, las asociaciones profesionales, las grandes empresas, que acumulan casi siempre un enorme poderío material o económico. A menudo sus fuerzas se oponen a las del Estado y no es discutible que estos entes colectivos representan, junto con el progreso material de la sociedad, una nueva fuente de amenazas para el individuo y sus derechos esenciales”. No ha cambiado mucho bajo el sol desde entonces y el progreso tecnológico, antes que difuminar, para hacer más real y concreto tales riesgos.

Si bien parte de estas críticas tienen su razón de ser, también puede inducir a restringir la mirada de una realidad más amplia. No solo puede resultar las empresas de servicios de internet quienes se comportan de modo indebido en las redes. Basta con ver cómo países con gobiernos dictatoriales limitan su uso, para darse cuenta del temor que les produce el hecho de que la gente se pueda comunicar por carriles que ellos no pueden controlar. Internet, con todas sus falencias y riesgos, es en tales sitios el último reducto de la libertad de expresión para individuos oprimidos en países donde los derechos humanos son violados de modo sistemático y continuado.

En una nota a Deutsche Welle la activista cubana por los derechos humanos Yoani Sánchez respecto al movimiento gestado en la isla conocido como Patria y Vida dijo al respecto: “Cuando en Cuba se iniciaron las protestas el pasado 11 de julio, fueron las cuentas de Facebook y su capacidad de transmitir en vivo las manifestaciones los elementos fundamentales para que una población amordazada por más de un siglo encontrara su voz. La confluencia que se había creado en el ciberespacio, en un país donde el derecho de asociación está gravemente limitado, rompió la barrera de la desconfianza y del miedo que había paralizado hasta ese momento a los ciudadanos”.

Como siempre decimos las redes sociales en particular y la tecnología en general no son ni buenas ni malas en sí mismas sino sólo herramientas tecnológicas que dependen del uso que se les dé. Se trata de un instrumento de comunicación amplísimo, que todavía no ha definido sus contornos. También, resulta un ámbito en el que el robo o mal empleo de datos de las personas puede dar lugar a graves violaciones de derechos y daños de igual entidad a la vida de las personas. 

Este es el gran peligro que esconde por detrás más de una crítica de ocasión a quienes tienen el soporte técnico de este inmenso universo virtual. En palabras de Yoani Sánchez: “En el mismo país donde los manuales escolares incluyen enormes dosis de adoctrinamiento político y la telepantalla orwelliana resulta una inocente caricatura de la policía política, los medios oficiales se regocijan con los cuestionamientos que se hacen a Zuckerberg en los congresos y en los medios de prensa de países democráticos. Aplauden que se le ponga límites a la herramienta, pero no porque quieran cuidar la intimidad de sus usuarios ni protegerlos de los excesos de la publicidad. Lo hacen porque les conviene que la red caiga para cerrar la brecha que se les ha abierto en sus estrictos controles internos”.

Ser libre de expresarse tiene un costo. La frase atribuida a Thomas Jefferson, “el precio de la libertad es su eterna vigilancia”, tiene también vigencia en el ámbito digital. Una tarea que no reside casi nada en los gobiernos y sí mucho en los usuarios de la red. Pues diría Liu Xiabo, premio nobel de la paz 2010 “La libertad de expresión es la base de los derechos humanos, la raíz de la naturaleza humana y la madre de la verdad. Matar la libertad de expresión es insultar los derechos humanos, es reprimir la naturaleza humana y suprimir la verdad”. Sea quien sea y venga de donde venga.

(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas

(**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales

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