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Los ases de una defensa heterodoxa

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 Por Luis R. Carranza Torres

De todos los defensores de los líderes nazis en los procesos del Tribunal Militar Internacional en Nüremberg en 1946, Otto Heinrich Kranzbühler fue quien más se destacó. No sólo por sus logros en cuanto a su trabajo sino particularmente por cómo lo llevó a cabo.
Defendía al Großadmiral (Gran Almirante) de la marina Karl Dönitz, acusado de crímenes contra la paz, llevar a cabo guerras de agresión y crímenes de guerra.
No era menor la tarea que Kranzbühler enfrentaba y las reglas del proceso no le facilitaban en nada su defensa. Le estaba vedado acceder a documentos en poder del tribunal y que la fiscalía no hubiera presentado en su acusación. Cuando se los entregaban, por lo general eran las traducciones en inglés y no copia de los originales en alemán. Por fortuna para su actividad, el oficial naval defensor dominaba el idioma. De hecho, gran parte de sus exposiciones ante el tribunal las llevó a cabo en esa lengua.
También tenía prohibido presentar documentos de las potencias aliadas. Por ejemplo, el Tratado germano-soviético de paz y amistad de 1939. En su lugar, la defensa tuvo que probar su existencia mediante numerosas declaraciones, siempre objetadas por los fiscales rusos. Sería un recurso que Kranzbühler usaría en varias ocasiones a lo largo del proceso: suplir la presentación del documento acreditando por testigos su existencia y contenido.
El cargo que se hizo a Dönitz, consistente en haber dado orden de disparar contra los náufragos de los buques enemigos hundidos, fue de los primeros en caer. La fiscalía nunca presentó orden escrita en tal sentido, expresando que se había dado oralmente. Para contrarrestar eso, Kranzbühler trajo al proceso a 70 comandantes de submarinos germanos, detenidos en campos de concentración ingleses, los que declararon que nunca habían recibido semejante orden. Acto seguido, mostró la instrucciones y órdenes de la Marina para el mando de submarinos, en las cuales no se hallaba ninguna indicación en tal sentido.
Kranzbühler podría haber empleado a su favor los ataques aliados contra náufragos alemanes en el mar del Norte y Mediterráneo, pero no lo hizo. En lugar de eso, se dedicó a destacar que la orden de no rescatar a los náufragos en el mar, dada por Dönitz en septiembre de 1942 no era ninguna conducta equivalente a matarlos. Máxime cuando todos los buques llevaban botes de salvamento y los elementos para permanecer en el mar en tanto sus propios países los rescataban.

Además de abogado, Kranzbühler había estudiado en la escuela de la marina mercante, antes de unirse a la armada de su país. Ese conocimiento de la actividad naval le permitió sortear muchas de los planteos de los fiscales y hasta el propio tribunal. Por ejemplo, cuando el presidente del Tribunal, el inglés lord Geoffrey Lawrence, le preguntó qué ocurriría si un buque torpedeado no llevara lanchas de salvamento. Kranzbühler respondió: «Siempre las llevan. Por lo tanto, no cabe esa posibilidad».
Kranzbühler también presentó la orden original inglesa a los transatlánticos de ese origen de no prestar ayuda a los buques torpedeados para no ponerse ellos mismos en peligro.
Respecto del cargo contra Dönitz de haber conducido una guerra submarina «total», en contra de las leyes de guerra y el derecho internacional, acompañó al tribunal la orden a los submarinos ingleses que operaban en Skagerrak, dada por el almirantazgo británico el día 8 de mayo de 1940, que planteaba igual modo de acción que las normas alemanas.
Pero, sin lugar a dudas, la prueba más efectiva del esquema de defensa de Kranzbühler fue la declaración escrita del almirante estadounidense Chester W. Nimitz, comandante de la flota del Pacífico y máximo héroe naval de la guerra, el cual se avino a responder el cuestionario que Kranzbühler redactó, atento a que se le había negado la posibilidad de hacerlo comparecer como testigo. Compartía con Dönitz, además ser oficiales navales y el grado de almirante, que ambos pertenecían al arma de submarinos. Cuando Kranzbühler la leyó, en el 169º día del juicio, el 22 de mayo de 1946, en su inglés marcado por el acento germano, la sala de juicio se sumió en el mayor de los silencios. El más alto oficial naval de Estados Unidos fue claro en el sentido de que los alemanes, en su guerra naval en general y en cuanto a submarinos en particular, aplicaron reglas semejantes a la propia marina norteamericana.

Por supuesto, la defensa de Dönitz tenía algo a favor, de la que carecían los líderes políticos del Tercer Reich. No se lo acusaba de crímenes contra la humanidad ni existía relación alguna de su parte con la eliminación masiva de judíos, gitanos, eslavos y otros seres humanos en quienes los nazis habían fijado su odio demencial.
No obstante ello, una entrevista a puertas cerradas de Kranzbühler con el jefe de los fiscales, el estadounidense Robert Jackson, que el defensor cuenta en su libro Nüremberg, dieciocho años después, el Chief Prosecutor le reconoció, para su sorpresa, que su objetivo no era lograr condenas de personas determinadas, sino demostrar al mundo que la conducta de guerra alemán había sido ilegal e injustificada, lo cual suponía una condena en bloque a todo el que hubiera participado de ella.
Con la sentencia a un palmo de ser dictada, ello dejaba a su cliente en peligro de estar igual posición que otros sobre los que ya se habían probado la participación en delitos de genocidio y otros crímenes contra la humanidad.

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