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La violencia policial y el racismo como epidemia

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Por Gonzalo Fiore Viani y Verónica Michelle Cabido
Especial para Comercio y Justicia

La indignación por el crimen de George Floyd encendió una llama en el norte del continente que llegó hasta nuestro país. Pero aquí también suceden hechos similares. Hay una criminalización secundaria que es sistémica y que apunta a la población más joven y empobrecida

George Floyd, ciudadano afroamericano de Estados Unidos, fue asesinado por la policía el pasado 25 de mayo en Minneapolis, Minnesota. La empleada del negocio al que George había ido a comprar comida creyó que éste quería estafarla con un billete falso de 20 dólares y llamó a la policía. Fue el oficial Derek Chauvin y una dotación policial quienes detuvieron a Floyd: lo esposaron, lo tiraron al piso, lo golpearon y lo asfixiaron con la rodilla hasta causarle la muerte. La imagen del policía blanco presionando el cuello de un ciudadano negro estadounidense que pedía por favor que lo dejen respirar recorrió el mundo. Las protestas fueron masivas y se replicaron en decenas de ciudades de Estados Unidos. 

Pero lo que pasó en Minneapolis bien podría haber sucedido en Córdoba, en Buenos Aires o en cualquier punto del país. Por ello, no hay razón para que el racismo y la violencia institucional en Estados Unidos despierten nuestra indignación y no lo hagan, del mismo modo, el racismo y la violencia institucional que suceden en nuestras calles. 

La semana pasada fue hallado el cuerpo de Luis Espinoza, quien había sido visto por última vez el 15 de mayo, cuando él y su hermano fueron atacados por policías de Tucumán con la excusa de hacer cumplir la cuarentena. Ambos hermanos fueron detenidos y golpeados. Posteriormente, Luis estuvo desaparecido hasta que su cuerpo fue finalmente hallado, una semana después. Los datos que se conocen hasta el momento, y el testimonio de su hermano, indican que la desaparición y muerte de Luis fue producto del accionar policial. Sin embargo, la conmoción de la opinión pública fue prácticamente nula. Y la cobertura de los medios fue muy limitada, sobre todo en comparación con el espacio que dedicaron al asesinato de George Floyd. 

En el caso del tucumano, en un principio la policía ni siquiera investigó su desaparición como un crimen hasta que la presión de la familia se hizo insostenible. Luis Espinoza es uno más de tantos argentinos que cada año son víctimas del uso letal de la fuerza. Según datos del archivo de la Correpi, en 2017 el gobierno de Macri superó la barrera de un muerto cada 24 horas en manos del aparato represivo, y siguió creciendo hasta llegar, concluida su gestión en 2019, a una muerte cada 19 horas. El saldo de la gestión es de 1.833 asesinados por las fuerzas de seguridad en 1.435 días de gobierno.

En la criminalización secundaria -que Zaffaroni define como la acción punitiva ejercida sobre personas concretas, cuando las agencias policiales descubren a un ciudadano y le atribuyen la realización de cierto acto criminalizado primariamente- es en donde opera mayormente el racismo. En Estados Unidos, el porcentaje de hispanos y afroamericanos en las cárceles representa 32% del total de habitantes del país, pero significa 56% de su población carcelaria. A su vez, el número de afroamericanos en prisión supera en 600.000 a aquellos que se encuentran enrolados en la educación superior.

En Argentina, los sectores que más sufren la violencia policial son los que pertenecen a la clase trabajadora más empobrecida, mayormente jóvenes. Según la Procuración Penitenciaria de la Nación, 67% de la población carcelaria argentina sólo cursó estudios hasta la primaria, 39% trabajaba de manera precaria y 43% estaba desempleado al momento de su detención. El racismo que se expresa en el accionar policial no está desvinculado del racismo que atraviesa a nuestro sistema social en su totalidad. Del mismo modo que una epidemia, la peligrosidad del sistema penal ataca con más fuerza y con consecuencias letales a quienes se encuentran dentro de la población vulnerable.

En la selección del delincuente que realizan las agencias policiales juegan como factor decisivo las circunstancias de raza y clase, combinadas con el género y la pertenencia étnica. En la selección que hacemos respecto de qué muertes nos conmueven, también. Hay una suerte de racismo, paradójicamente, cuando un crimen de odio racial y violencia policial ocurrido en Estados Unidos nos conmueve, y no lo hace en igual medida un crimen ocurrido en nuestro propio país. 

La selectividad del poder punitivo y la selectividad de nuestra indignación comparten el mismo trasfondo. El racismo, que se traduce en una jerarquización de seres humanos, se expresa en la absoluta indiferencia, cuando no aprobación, que despiertan las muertes locales en manos del accionar de las fuerzas de seguridad de nuestra región. Basta con recordar cómo institucionalizó el gatillo fácil el gobierno por medio de la legitimación de la “doctrina Chocobar”. Esa selectividad del poder punitivo necesita de un Estado como legitimador principal que “baje” su aprobación al resto de la sociedad.

En el Estados Unidos de Donald Trump, la violencia racista también se encuentra legitimada por el Estado. Desde 2012 a esta fecha, fueron noticia los casos de decenas de jóvenes negros asesinados a manos de la policía o de fuerzas de seguridad privadas. Esto dio lugar al movimiento Black Lives Matter, como foco de resistencia al accionar del racismo institucionalizado. Por primera vez en décadas, personajes como David Duke, exlíder de la organización racista criminal Ku Klux Klan, tiene llegada a los medios masivos de comunicación. Este tipo de discursos ha experimentado un particular resurgimiento en los últimos años.  

El racismo y la selectividad penal que afectan a Estados Unidos también existe en la Argentina. A veces parece más cómoda la indignación con lo que sucede en otro país que con los problemas existentes a la vuelta de la esquina. Nuestra indignación es racista cuando sólo reacciona ante la muerte de un ciudadano negro estadounidense y no lo hace ante nuestros muertos por la policía o cualquier víctima de violencia institucional en contexto de encierro. George Floyd y Luis Espinosa no tenían prácticamente ningún otro punto en común, excepto el de su pertenencia de clase y vulnerabilidad ante la selectividad de las fuerzas de seguridad. Los muertos, tanto en Argentina como en Estados Unidos, siempre terminan poniéndolos los pobres. 

 

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