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La salud presidencial: el caso Lyndon B. Johnson (I)

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 Por Silverio E. EScudero

Después del asesinato del presidente John Fitzgerald Kennedy (JFK), Estados Unidos ingresó en una espiral de violencia que tanto las empresas editoriales de primer nivel como los historiadores del periodo han ocultado con prolijidad. Las comisiones de censura volvieron a actuar y los grandes medios, que resistieron a esas restricciones, abonaron multimillonarias multas cada vez que violaban las órdenes ejecutivas.
La Razón de Estado fue la excusa que esgrimieron la política, el FBI, la CIA y las demás agencias de seguridad que estaban en alerta permanente para acallar las voces disidentes. Se vivía un clima tenso que evocaba la Guerra de Secesión.
Los partidarios de Kennedy acusaban a los sureños, a los tejanos, cuya principal figura era el propio Lyndon B. Johnson del magnicidio. Otros aseguraban –y aseguran- que el inspirador del asesinato fue el gobernador de Alabama, el ultrarracista George Wallace, quien -en un discurso de campaña- afirmó que era un “deber de Patria” acabar con los que proclaman la igualdad entre negros y blancos. Y concluyó su arenga, al grito de “Segregación ahora, segregación mañana y segregación siempre”.

Eran días duros para EEUU. Vivían un clima de guerra civil no declarada mientras las cruces flamígeras del KKK presidían orgías de sangre y muerte. Agrupaciones de supremacistas blancos practicaban tiro con escolares negros a la hora de la salida de sus escuelas y colegios.
Matanzas bendecidas por curas y frailes católicos, pastores protestantes y ministros de las nuevas religiones americanas y las recientes religiosidades encabezadas por los mormones que aseguraban que tener la piel negra era una señal de desaprobación divina o maldición. “La piel negra refleja acciones de una vida premortal. La mezcla de las razas en los matrimonios es pecado (y) las personas negras o de cualquier otra raza o etnicidad son inferiores en alguna forma a otras personas”, afirmaban.
En ese cuadro de profunda disgregación social en el que también fueron asesinados Robert Kennedy y Martin Luther King, la prensa sorprendió al norteamericano medio con la noticia de la enfermedad que afectaba al nuevo presidente de Estados Unidos de América. Enfermedad que -pese al hermetismo de la Casa Blanca- trascendió a las pantallas de televisión, que lo mostraban profundamente desmejorado.

Nadie tenía noticias acerca de qué enfermedad afectaba a Johnson –el hombre más poderoso del mundo–, que nadaba dentro de un smoking demasiado grande y parecía un hombre viejo y fatigado que no quería estar donde lo había ubicado el azar de la política.
Ésa fue la razón por la cual la oficina de prensa de la Casa Blanca amaneció extrañamente locuaz. Aseguraba ante propios y extraños que el presidente se encontraba “perfecto” de salud. Y que el último examen efectuado el 15 de febrero de 1966 decía que el paciente se encontraba en “excelentes” condiciones físicas y excelente estado de salud, tanto en el “plano clínico como en el de los análisis de laboratorio”. El documento estaba firmado por el doctor James C. Cai, de la Clínica Mayo, y por el almirante George G. Burkley, médico personal del presidente, que explicaban que Johnson estaba siguiendo un régimen de adelgazamiento en el que las grasas y las féculas habían sido suprimidas.
“Es esa pérdida de peso voluntaria junto a una iluminación mal calculada –decían- lo que dio a Johnson ese aire huraño que inquietó a tantos telespectadores”.
El estrépito que produjo la posible enfermedad de Johnson reabrió un debate que la comunidad política se resiste a sincerar. Es una página secreta en manos de los servicios de informaciones del Estado.
La historia de Estados Unidos nos ofrece algunos ejemplos antes de avanzar sobre nuestra propia casuística. En 1919, una parálisis cerebral redujo a la condición de un ente a Woodrow Wilson (28º presidente de los Estados Unidos), pero el círculo íntimo que lo rodeaba, y sobre todo su mujer, consiguieron mantenerlo en la Casa Blanca durante 17 meses, calificando de infamia a todo rumor sobre la invalidez del mandatario.
Un cuarto de siglo más tarde, un Franklin Delano Roosevelt moribundo fue reelegido con base en la buena fe que merecía un comunicado de su médico –también almirante- que garantizaba sus “perfectas condiciones físicas y mentales” para asumir sus altas responsabilidades. Pero fue el mismo galeno el que estableció el horario de trabajo máximo permitido al presidente: cuatro horas diarias, en tres días a la semana.

El cerco era absolutamente inviolable. En el caso de Roosevelt, como en el de Wilson, en torno al presidente se veló celosamente para evitar la publicación de cualquier fotografía reveladora de la decadencia física. La televisión hizo más compleja la operación de camuflaje y de maquillar los partes médicos.

Cuando llegó el momento de comunicar la enfermedad del presidente Dwight David “Ike” Eisenhower cambiaron los métodos de comunicación. Estados Unidos y el mundo fueron informados con extrema puntualidad.
Día a día se conocía el estado de salud del jefe. Hasta llegaron a mostrar por televisión la intervención quirúrgica y mostrar la vesícula biliar extraída desde las entrañas del presidente estadounidense y general en jefe de los ejércitos aliados en Europa. Inmediatamente desaparecieron todas las teorías conspirativas tejidas en su torno.
Desde aquellas que decían que era un golpe publicitario, hasta las que informaban que “Ike” había sido envenenado por un miembro de su círculo íntimo al que Moscú habría pagado 500 millones de dólares “por el favor”. Llamando, en consecuencia, a la Tercera Guerra Mundial.
Una nueva tesis comenzó ese año a debatirse en todos los ámbitos políticos y académicos: la salud del presidente y de los jefes de Estado ya no era un asunto de carácter privado; pertenecía al dominio público. Por lo que se hacía necesario que antes de cada elección fuera divulgada la historia clínica de los candidatos –cuestión que es cuidadosamente omitida en las elecciones presidenciales de la República Argentina-. También debían publicarse eventuales alteraciones del estado de buena salud durante el mandato. El pueblo pretende saber de qué se trata.
Volvamos al caso Johnson. En Honolulu, durante una conferencia sobre Vietnam, los asistentes tuvieron impresiones diferentes sobre el aspecto general del presidente. Unos afirmaban que estaba “rozagante”, pero la mayoría percibió un hombre cansado y distante.
Para Washington, seguía siendo el hombre de 12 a 14 horas de trabajo continuo, pero la pérdida de peso despertó un alerta general.

Tras largas gestiones pudimos acceder a la ficha primaria de enfermería con la evolución de la balanza presidencial. En agosto de 1965 pesaba 220 libras, es decir 99 kilos: en octubre había bajado a 90 (200 libras) y el check-up del 29 de diciembre registraba 86 kilos (189 libras). Por razones que se desconocen –dícese los periodistas destacados de en la Casa Blanca- el boletín publicado luego del examen del 15 de febrero no informó sobre el peso y se limitó a consignar que se mantenía “por debajo de las 200 libras”.
Los recortes de prensa que ofrece la web avisan que la historia clínica de Johnson era bastante robusta: en 1937 sufrió una operación de apendicitis aguda en medio de una campaña electoral para mantener su escaño en la Cámara de Representante. En 1942, en el Pacífico del Sur, enfermó de neumonía de la que le quedó secuelas: Una traqueítis recurrente. En 1949, cuando pronunciaba el discurso inaugural de su campaña para el Senado, se dobló bruscamente de dolor; llevado a la Clínica Mayo le extrajeron un enorme cálculo biliar. En 1954 le fue retirado otro y seis meses más tarde, el 5 de julio, tuvo una crisis cardíaca “moderadamente severa”.
Nadie imaginaba que diez años más tarde, el por entonces senador por Texas, sería presidente de Estados Unidos.

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