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La muerte de Tomás y Valiente

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Por Luis R. Carranza Torres

Conjugar lo intelectual y el servicio público en su vida lo llevó a tornarse una figura icónica luego de su fallecimiento 

Para Francisco Tomás y Valiente ese día, 14 de febrero de 1996, era uno como muchos otros, ocupado por sus deberes académicos universitarios. La semana anterior no había acudido a su clase de Historia del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid por una afección pulmonar y tenía trabajo atrasado. Hacia las 10:30 horas llegó a su despacho del cuarto piso de la Facultad de Derecho, un área reservada casi exclusivamente a los profesores. Media hora después tenía que tomar examen a sus alumnos, así que buscó aprovechar el tiempo repasando las preguntas que iba a realizar y conversando con un colega.
De 63 años de edad, don Francisco era uno de los símbolos vivientes de la democracia española. Jurista, historiador y escritor, nacido en Valencia, se «licenció en derecho» en la universidad de esa cuidad en 1955. Dos años después, presentaba en la misma Universidad de Valencia su tesis doctoral titulada Estudio histórico-jurídico del proceso monitorio, que recibió la calificación de sobresaliente «cum laude» y le hizo merecedor del Premio Extraordinario de Doctorado. También en dicha casa de altos estudios fue donde principió su carrera docente y de investigador, para luego pasar a la Universidad de Salamanca y posteriormente a la Universidad Autónoma de Madrid, siempre dentro de la disciplina de la Historia del Derecho.

En 1980 fue elegido magistrado del Tribunal Constitucional por las Cortes Generales en un acuerdo de socialistas y centristas; luego, en 1985, se lo nombró académico de número de la Real Academia de la Historia. El 3 de marzo de 1986 fue elegido presidente del Tribunal Constitucional, cargo en el que cesó en 1992 y retornó a la universidad madrileña como catedrático de Historia del Derecho. Tres años después fue designado miembro permanente del Consejo de Estado, el máximo organismo de consulta del Estado español.
En un artículo publicado en el diario El País el 19 de diciembre del año anterior, titulado «ETA y nosotros», Francisco se declaró una de las «posibles víctimas futuras de la muerte que ellos administran», frente a la escalada de crímenes que llevaba a cabo la organización terrorista por ese tiempo. Pese a ser miembro del Consejo de Estado, carecía de escolta.
«Valiente no sólo de apellido y un demócrata sin pelos en la lengua», como diría luego de los hechos de su muerte Bonifacio de la Cuadra. Sus 12 años en el Tribunal Constitucional lo habían convertido en un símbolo viviente de la legalidad democrática: capaz de generar consensos sobre temas urticantes pero sin temblarle la mano para firmar sentencias que limitaban el poder y aseguraban a todo trance los derechos constitucionales de los ciudadanos.
Por lo mismo, ETA lo puso en su lista de blancos y ese día, sobre las once menos cuarto, el etarra Jon Bienzobas Arretxe, alias Karaka, de 25 años, miembro del comando Madrid de la organización, se había introducido, vestido con un anorak, como un alumno más en la Facultad de Derecho. Tras esperar unos minutos en el pasillo, entre los alumnos que aguardaban por el inicio de los exámenes, irrumpió en el despacho de Tomás y Valiente, a quien encontró sentado detrás de su escritorio, hablando por teléfono. Le disparó entonces tres veces a bocajarro, una de ellas en pleno rostro, para luego huir, pistola en mano, por los pasillos hasta alcanzar un Ford Orion rojo en el exterior del edificio, ocupado por otros dos etarras. El vehículo, robado hacía una semana en Madrid y con matrícula falsa, fue abandonado luego en el populoso distrito de Fuencarral con una bomba con detonador de tiempo, que estalló hora y media después del atentado, con el resultado de dos personas con heridas leves. Los asesinos sabían a la perfección los movimientos del profesor así como la distribución del edificio. De hecho, su asesino huyó tomando un ascensor que sólo empleaban los profesores.
Agonizando, el cuerpo ensangrentado de Tomás y Valiente fue asistido de inmediato por docentes y alumnos. El profesor Carlos Suárez le tomó el pulso y comprobó que aún lo tenía. «Con ayuda de otros compañeros, le trasladamos en volandas hacia el garaje. Queríamos meterlo en un auto y llevarle a un centro médico», diría luego Suárez. Pero al llegar a la planta baja, se dieron cuenta de que había fallecido. «Se nos murió en el ascensor, prácticamente en las manos», comentaría luego otro profesor.

«Cada vez que matan a una persona, nos matan a todos un poco», había dicho el jurista. Dejaba, con su fallecimiento, una viuda y cuatro hijos huérfanos. Poco tiempo antes de ello, había dicho en el artículo ya mencionado que «el primer paso para luchar contra ETA es que nosotros, todos los demás, reconstruyamos este bando, el del lado de acá de la raya divisoria, y no lo debilitemos ni con crímenes injustificables ni con operaciones autodestructivas…», aunque ETA siga matando, «porque ésa es su única forma de vivir».
Recibió póstumamente la Orden del Mérito Constitucional, que se concede a «aquellas personas que hayan realizado actividades relevantes al servicio de la Constitución y de los valores y principios en ella establecidos». Pero quizás el mayor reconocimiento fue en el año 2007, cuando 11 años luego de su homicidio, la Sección Tercera de la Sala Penal de la Audiencia Nacional condenó a 30 años de prisión al etarra Jon Bienzobas por dicho asesinato. Nada más cercano a sus palabras, de combatir la barbarie del terror únicamente con la justicia y escrupulosamente dentro del marco de la ley.

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