La guerra puso a Europa en reversa

Por José Emilio Ortega y Santiago Espósito (*)

Señaló Carl von Clausevitz en 1832 (tras una carrera militar en la que recorrió vastos horizontes, combatiendo contra Napoleón para prusianos o rusos): “La guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de las relaciones políticas, una gestión de las mismas por otros medios”.

Los gravísimos conflictos bélicos que se desarrollan sin tregua en aquellos territorios en los que el autor de “De la Guerra” acumuló experiencia para luego escribir sus teorías, muestran varios detalles. Como la inicial incredulidad en gran parte de la Unión Europea frente a la real voluntad rusa de invadir Ucrania. O la perplejidad cuando efectivamente la invasión sucedió.

También la improvisación cuando ésta se sostuvo en tiempo. Todo ello da cuenta de una equivocada percepción de la dirigencia política del Viejo Mundo respecto de que la actuación de sus sociedades había trascendido, en la segunda mitad del siglo XX, la severa máxima del militar prusiano, olvidando que la guerra, y no la paz, es la variable constante de la historia humana.

Si bien la idea de que Europa había alcanzado de algún modo el horizonte soñado de la “paz perpetua” kantiana era una ilusión palpable, el ataque ruso a Ucrania se presenta como un momento de inflexión en la historia europea contemporánea. Sea cual fuere el resultado de la guerra, los países integrados en la burocracia de Bruselas están entrando en una nueva época realista de poder duro.

La ideología del “dulce comercio”, que durante tanto tiempo determinó el su enfoque de relaciones internacionales se verá ahora relegada.

La decisión del gobierno alemán de abandonar su rígida adhesión a la exigencia de austeridad fiscal para todos los estados miembros de la UE -una política de ajuste con efectos muy perjudiciales en los países del sur de Europa- y de incrementar significativamente su presupuesto de defensa hasta 2% del PBI, es consecuencia directa de la guerra ruso-ucraniana.

Para el errático canciller alemán Olaf Scholz se abren interrogantes: ¿modificará la política sobre armas nucleares ahora que por primera vez los alemanes están de acuerdo con mantener el armamento nuclear estadounidense en su país? ¿Modificará la política sobre refugiados ahora que ha recibido más de un millón ucranianos escapando de la guerra?

La coyuntura europea es muy distinta a la de tan sólo un año atrás. La guerra en curso trastocó prioridades y aceleró proyectos inicialmente más teóricos que prácticos. Por encima de todo subyace, empero, el fortalecimiento de la soberanía estratégica de la UE. En el Viejo Continente se considera que sus países no están capacitados, por sí solos, para defender sus fronteras, sobre todo si Rusia es la amenaza. La “cuestión nuclear” nuevamente está sobre la mesa y el fantasma de la proliferación no puede ser ignorado.

La falta de un poder político centralizado debilita a Bruselas en las crisis, y a eso se le suma algo pocas veces nombrado: la divergencia de los calendarios electorales. Resulta muy difícil coordinar las agendas nacionales con las necesidades de la UE. La actualidad europea es la más compleja de los últimos años: inflación récord, escasez de gas -que viene acompañada de una amenaza de recesión-, el relevo de Boris Johnson en Londres y el desbarajuste político en Italia causan intranquilidad.

La tensa relación con Polonia y Hungría (apuntada ésta desde hace años por sus graves incumplimientos de valores centrales de la UE), aumenta por la cada vez más marcada deriva antidemocrática húngara y su cuestionamiento del ordenamiento jurídico comunitario.

Las diferencias también surgen entre los países del este y nórdicos, que quieren sostener a Ucrania pensando en que es posible derrotar a Rusia, frente a la posición de Alemania y Francia que vislumbran el final del conflicto con una paz negociada entre Moscú y Kiev.

La guerra en Ucrania ¿genera la misma preocupación en su núcleo duro (París y Berlín), en países más alejados de las zonas de gravedad como España, Portugal o Grecia o los más cercanos al conflicto Letonia, Lituania y Estonia? Si, como claramente puede argumentarse, las despiadadas batallas en curso no suponen la misma amenaza para las naciones del sur de Europa que para las del norte o el este, ¿cómo debería actuar la UE?

En tanto, la debilidad alemana por su dependencia del gas ruso, sumada a un Scholz que no hace pie, hace surgir la desgastada figura de Emmanuel Macron, por descarte, para llenar el vacío de liderazgo de la UE. Pero las recientes elecciones legislativas en su país lo dejaron debilitado ante el avance tanto de la extrema derecha como de la izquierda radical. Un escenario poco propicio para impulsar grandes reformas o proyectos.

A su vez, la percepción de que es blando con Rusia (por no cortar el diálogo con Vladimir Putin) ha permeado aún más la confiabilidad del mandatario francés.

Autoexcluido Reino Unido y mirando al continente, en Italia Mario Draghi nunca ejerció como político el liderazgo que mostró como banquero central. En el mejor de los casos, fue un garante de la estabilidad y el europeísmo, que se mengua con su partida. En tal estado de situación, que Italia contribuya positivamente a la toma de decisiones de la UE, con el proceso electoral interno en curso y los posibles ganadores de la contienda, es una misión imposible.

La falta de liderazgo es cada vez más notable. La excanciller alemana Angela Merkel, que aplicó una sólida y austera política fiscal en todo el continente, fue perdiendo peso a partir de la crisis migratoria de 2015. Desde entonces, ya no hubo grandes referentes.

Hay divisiones entre norte y sur, este y oeste. Es pronto para saber si las fronteras ideológicas son salvables y si a pesar de ellas puede seguir construyéndose el proyecto de la UE tal y como lo conocemos o, por el contrario, a partir de la guerra en Ucrania veremos más antes que después el nacimiento de una unión a varias velocidades, con intereses geopolíticos, sociales y económicos cada vez menos fáciles de conciliar.