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La Constitución silenciada

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El proceso de reforma constitucional de 1949 posee una relevancia no sólo circunscripta a interesados en la historia del peronismo

Por José Emilio Ortega y Santiago Espósito *

La Carta Magna fundacional de nuestra República (1853/60) fue fruto de una traumática experiencia, que atenúa en su texto la influencia de Juan Bautista Alberdi y acrecienta la de Bartolomé Mitre. Las reformas de 1866 y 1898 no modificaron la estructura política de la Constitución ni su espíritu liberal.
Pero a fines de la década de 1940 el horizonte mutó sensiblemente. La Ley Sáenz Peña de 1912 -completada por el voto femenino en 1947-, la experiencia yrigoyenista, los golpes de 1930 y 1943, la transformación en la matriz social y política del país posterior al pico del fenómeno migratorio, el adelantado proceso de urbanización, las renovadas expectativas sociales respecto al mercado y el Estado en un mundo en importante transformación -plena posguerra- en el cual ya regían instrumentos internacionales que establecían una amplia tutela de los derechos humanos, motivaban el replanteo de objetivos por el gobierno que, con amplio consenso popular, regía los destinos del país desde 1946.

Ya desde el debate de la iniciativa de reforma en el Congreso (año 1948) el oficialismo anticipó que no habría de tocarse el sistema representativo, republicano y democrático (exposición del diputado J. W. Cooke). Se alegan cuestiones político-institucionales (régimen de puertos y transporte marítimo, sistema rentístico, situación de territorios nacionales, número de ministros, derechos intelectuales, amparo y hábeas corpus, etcétera) y sociales (inmigración, nuevos derechos), transitados anticipada o paralelamente por las constituciones mexicana de 1917, brasileña de 1937, boliviana de 1938, cubana de 1940, ecuatoriana de 1945, costarricense de 1949 o italiana de 1947, y alemanas de 1919 y 1949, entre otras.
Pero dos temas de índole política cobraban interés central: la elección directa de presidente y vice, como también la reelección de ambos. Señaló Cooke en el debate: “Hay que derogar la prohibición de reelegir al presidente, cláusula que no es de la esencia del sistema republicano”. El amplio triunfo del justicialismo en la elección de convencionales (diciembre de 1948) ratificó el rumbo de la reforma.
En cuanto al primero de los aspectos mencionados, la reforma de 1949 estableció la función social de la propiedad, consagró derechos sociales (trabajo, familia, ancianidad, educación y cultura), destacando los del trabajador en particular (salud, bienestar, vivienda, seguridad social, protección de la familia, agremiación) con la obligación para el Congreso de dictar un código del trabajo.

Reafirmó la soberanía nacional (más que establecer el dominio) sobre los recursos naturales energéticos, con la correspondiente participación en su producto de las provincias, y promovió la actuación del Estado en la economía, particularmente en servicios públicos y operaciones de importación y exportación. Fijó reglas para la naturalización de extranjeros (dos años continuos o cinco continuados, automática salvo voluntad en contrario).
Sin alterar el sistema judicial establecido en 1853, impulsó la unificación de criterios jurisprudenciales mediante plenarios y eliminó del texto constitucional el juicio por jurados. En cuanto a la Capital Federal, unificó fueros nacionales y federales, advirtiendo de la carencia de sentido de una “justicia ordinaria” en la Capital de la Nación, debido a su estatus de entonces.
Entre las disposiciones más objetadas por la oposición, además del criterio para su aprobación (dos tercios de los “presentes”) aplicado en la ley de declaración de reforma (reviste interés, empero, la posición justicialista sobre que el instrumento debía ser una “ley”), se adujo la caducidad de ciertos mandatos legislativos, la exigencia de nuevo acuerdo del Senado para los jueces federales ya designados, las consecuencias sobre las relaciones entre mayoría y minoría por los criterios para cubrir las bancas en el Congreso, la mentada reelección y la sanción, por única vez, de las adecuaciones constituciones provinciales por las legislaturas locales.
En cuanto al segundo de los grandes temas, se avanzó con la votación directa -criterio seguido posteriormente por la Reforma de 1994- y no sin divergencias incluso en el oficialismo respecto de la reelección, de generalizada aplicación en el derecho público provincial comparado también consagrada en 1994 -con un intento fallido en la presidencia de Raúl Alfonsín-.

Vaivenes
El debate fue crispado, aun cuando la conducción del gobernador bonaerense Domingo Mercante procuró inicialmente el consenso. Sin desconocer la ley de reforma ni la elección de convencionales, la oposición radical abandonó la Convención; la mayoría sancionó el texto en solitario porque poseía quórum.
Numerosos derechos sociales se corporizaron en cláusulas constitucionales provinciales o legales. La creación de nuevas provincias otorgó otra vida al interior y se jerarquizaron territorios y comunidades.
El primer dictador luego del derrocamiento de Perón en 1955, Eduardo Lonardi, no tomó medidas inmediatas contra la vigencia del texto constitucional reformado. Sí lo hizo una proclama impulsada en abril de 1956 por su continuador, Pedro E. Aramburu, que quedó sin efecto y recuperó vigencia la letra de 1853/60 y modificatorias hasta 1898.
Aramburu impulsó de facto una reforma en 1957; en la elección de convencionales, la primera fuerza fue el voto en blanco. La convención convalidó la derogación de 1956 aunque abrevó en su espíritu para ampliar el catálogo de derechos (actual artículo 14 bis de la Constitución Nacional). Lo mismo ocurre en procesos constituciones locales, entre 1958 y 1962.
Al llegar el peronismo al poder, la legitimidad política argentina estaba agotada. Perón entendió el cambio y avizoró la evolución hacia una sociedad más moderna. Aunque su relación con la oposición fue traumática.

Pese a las dificultades, el texto aporta a la renovación de la organización política y jurídica. Avanza en valores y derechos de interés colectivo, y en armonización de intereses en ese contexto.
El legado de 1949 fue parte del activo que mantuvo vivo al peronismo en su larga proscripción. La recuperación de su espíritu integró el catálogo que Perón traía al regresar en 1973, y era la intención del viejo líder consensuar con la oposición una amplia reforma.
Después de la dictadura, los procesos de reforma iniciados por las provincias tras la recuperación de la democracia en 1983 pusieron en valor las disposiciones constitucionales. El constitucionalismo social que impregna la Carta Magna cordobesa de 1987 la encuentra como antecedente en ciertos preceptos; así lo ilustra su diario de sesiones. Lo mismo ocurre para con el texto nacional reformado en 1994.
Entre los primeros responsables del silenciamiento de esta obra hubo actores del propio justicialismo. El aporte de figuras como Cooke, Sampay o Mercante se apagó con el temprano ostracismo de éstos, tras la convención, en lecciones que el país político también debe aprender. Asimismo, después de 1955 florecieron argumentos para señalar la inconstitucionalidad de aquel texto -algunos ya reseñados- y hasta se arguyó un “derecho de la revolución triunfante” para justificar lo actuado en 1956.

Recuperada en diarios de sesiones o fundamentos legislativos pero poco transitada por la doctrina y relegada en los programas de derecho constitucional, la reforma de 1949 es mucho más que una anécdota. A 70 años de su sanción, merece mejor tratamiento; contextualizar para entender el cabal sentido de muchas disposiciones; y recordar los procesos históricos completos -no forzando su interpretación bajo estándares actuales y sesgados-.
Reconforta advertir que, como el inolvidable Daniel del aclamado film Jesús de Montreal (1990), el texto pervivió en institutos y criterios recuperados por constituciones, leyes o fallos judiciales posteriores. Superó, como los órganos vitales de Daniel, donados después de su injusta muerte, los duros vaivenes de atroces tiempos.

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