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Justo Páez Molina, un gobernador honesto a carta cabal

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Por Silverio E. Escudero

Hubo un tiempo en que los políticos argentinos “vivían en casa de cristal”. Tanto sus actos públicos como los privados estaban a la vista de todos. Sus vecinos y conciudadanos sabían de sus hábitos y costumbres. Cuando esa relación se alteraba, la vindicta pública era inmediata y esos hombres de bien, muchas veces, para defender su honor mancillado, optaron por el suicidio.
Dirán algunos que eran otros tiempos, otras formas de hacer política. La corrupción, solía decirnos el querido Jaime Culleré, está íntimamente relacionada con la esencia del hombre. Por eso, quizá, no sorprende demasiado el show de valijas voladoras, dólares al por mayor y por kilo como las frutas y verduras en la feria franca, bóvedas ocultas, inexplicables fortunas, aviones y yates cuyos propietarios sólo podrían explicar si los jueces y la población creyeran en magia y sortilegios.
Mucho más cuando es de público y notorio la compraventa de favores, las coimas y la constitución de verdaderas asociaciones delictuales con el fin de quedarse con los negocios que ellos mismos, en nombre del Estado, sacan a la venta.
Decíamos que hubo un tiempo en que existían hombres probos que pretendían vivir en casa de cristal. Basta con profundizar la vida del presidente Arturo Umberto Íllia y la red de complicidades que rodeó su caída para saber quién es quién en Argentina y quiénes estuvieron a un lado y del otro del mostrador.

Cuestión que invita a profundizarse, incluyendo las realidades provinciales no contempladas en el análisis de los pro y contra del alzamiento militar que encabezan el teniente general Pascual Pistarini junto al general Julio Rodolfo Alsogaray, y que tributan su triunfo de salteadores nocturnos al cursillista Juan Carlos Ongania quien, a poco de andar, incumple los acuerdos y pretende instaurar un gobierno teocrático y corporativo en la República Argentina.
Los cordobeses, por lo general, expertos en política nacional, desconocemos los sucesos de entrecasa. Mucho más si se trata de cuestiones de época. Responsabilidad que deben, especialmente, asumir los partidos políticos que carecen en sus estructuras escuelas de gobierno y de formación política.
Uno de esos casos paradigmáticos del ocultamiento sistemático es el del gobernador Justo Páez Molina, quien, si bien había nacido en El Salto, departamento Calamuchita, forjó su poder político en lo más profundo del Abrojal y El Pueblo Nuevo, el corazón de la Seccional Décima.
Este “gobernador abrojalero” vivió y murió con extrema sobriedad. Sorprendió, dentro y fuera de la Unión Cívica Radical del Pueblo –su partido político- la amplitud de su triunfo cuando fue candidato a Gobernador de la Provincia de Córdoba. La estadística electoral nos dice que fue electo por casi 42% de los votos.
Los problemas que le esperaban no le dieron tregua. Recibió una provincia quebrada. Los proveedores del Estado hacían cola en tribunales para demandar a la Provincia mientras los maestros, médicos y enfermeros y el resto de la administración pública tenían un atraso en el pago de sus sueldos de hasta siete meses.
El emprender la tarea de reconstruir de la economía provincial fue ciclópeo. Redujo su salario como gobernador y los de sus ministros y secretarios de Estado, así como a los de los diputados provinciales, a la tabla de remuneraciones vigentes en tiempos del gobernador Arturo Zanichelli. Es decir, enseñó a todos los cordobeses que la caridad bien entendida empieza por casa.

Ante una crítica agraviante del diario Los Principios redobló la apuesta. Ordenó a la Contaduría General de la Provincia que el último sueldo que se debía pagar cada mes era el del Gobernador de la Provincia.
La sanción de la ley 4733, que regia el Régimen de la Enseñanza Privada, fue su gran obra y su gran batalla cultural. No le perdonaron haber exigido –en cumplimiento de la manda constitucional- a la Iglesia Católica que los maestros y profesores de las escuelas confesionales fuesen diplomados. Cuestión que motivó una multitudinaria manifestación de católicos y evangelistas –bajo el mando del cura Quinto Cagnelutti, siguiendo expresas instrucciones del arzobispo de Córdoba, Ramón Castellano-, quien, en medio de las tensiones, había pedido, por carta, al vicegobernador de la Provincia, Hugo Leonelli, que no se aprobase la ley en cuestión. Exigiendo –en un gesto rayano en la sedición- que el Gobierno de Córdoba respetara “el principio de lealtad al contenido ideológico de la enseñanza que orienta un determinado establecimiento” y afecta “el derecho de propiedad” en cuanto “la designación, ascenso y estabilidad del personal contratado es atributo inherente a la libre disposición que de sus bienes hace el propietario”.
La marcha de católicos y evangelistas se cumplió tal como lo habían previsto los organizadores. No hubo incidentes, aunque en los días previos amenazaban con tormenta. Las bombas incendiarias en la escuela Emilio F. Olmos (donada por el catalán José Roger Balet), en la Santiago Derqui, en la seccional Segunda y la Adolfo Saldías -en el corazón de barrio Güemes- pusieron un tono de zozobra en la tranquilidad provinciana. También ardió la puerta principal del templo masónico de la Igualdad 80, mientras se pintaba en su frente la leyenda Cristo Vence. Y quedará para otra ocasión el centenar de objetivos cuidadosamente planeados por el comando católico integrado por el párroco de la iglesia del Pilar, el director del Diario Los Principios y la poderosa directora de la Escuela Normal Alejandro Carbó quien, a poco de andar, hizo mutis por el foro, cediendo protagonismo al cura párroco.
Producida la intervención militar del ministro del Interior, Enrique Martínez Paz, envía una instrucción poblada de agravios. En el libelo instruía a las autoridades de facto para que se investigara la administración de don Justo, ofreciendo una extensa nómina de personas que actuarían como testigos de cargo. Listado en el que se destaca un joven dirigente radical del pueblo que había sido presidente del bloque de senadores provinciales; el presidente del perfumado Partido Demócrata de Córdoba, Carlos Edgar Vidal; miembros de la dirección de la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), el partido Comunista y Julio Antún, Raúl Bercovich Rodríguez y las 62 organizaciones peronistas que aseguraban contar con “copia de las escrituras de los bienes ocultos que los Páez Molina poseen a lo largo y ancho de la provincia”.

Cuando la noticia adquirió trascendencia pública, la modesta casa del gobernador constitucional, sita en la calle 20 de Febrero 55, barrio Rogelio Martínez, se transformó en una romería. La calle se pobló de ciudadanos libres y democráticos que llegaron a manifestar su apoyo y repudiar la afrenta que sufría Páez Molina.
Entre los concurrentes se destaca el Negro José Antonio Mercado, quien junto a Ricardo Núñez y una decena de abogados y contadores se ofrece como defensor y pide –según el testimonio de Roberto Lousteau Bidaut– que el “señor gobernador les conceda el honor de defenderle”.
Páez Molina agradece el gesto y comunica que no se defenderá ante tribunales cuya existencia desconoce y carecen de sostén legal. Noventa días dura el escrutinio de las cuentas del gobierno radical de Córdoba. La comisión especial, constituida por cerca de 40 oficiales de Intendencia de Ejército y Aeronáutica, encuentra las cuentas en orden y el inventario del patrimonio provincial al día.
Con estas conclusiones, un grupo de oficiales superiores –un general de división y tres coroneles- visitan a don Justo en su casa de siempre. Le comunican que no había faltante alguno y que el gobierno militar le expide un certificado de honestidad. Certificado que Páez Molina rompe en la cara de los visitantes a los que hecha de su casa. Jorge Arraya –quien había sido ministro de Gobierno de don Justo- comentaba, entre carcajadas, que el general que había llegado con todos los entorchados, recibió la más portentosa patada en el culo que registra la triste historia del Ejército Argentino.

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