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Isabel, la piedad y el cálculo jurídico

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Su reinado fue mucho más que la protección a Cristóbal Colón. Sus reformas en las normas y los tribunales marcaron nuestro derecho. Por Luis R. Carranza Torres.

Sólo la recordamos por la protección dispensada a Cristóbal Colón. Pero su reinado fue mucho más que eso. Y para nada menor, en lo que concierne al progreso del derecho castellano.
Doña Isabel, tercera hija de un matrimonio en segundas nupcias del rey Juan II de Castilla, no estaba destinada a reinar. Demasiados la precedían en la lista de coronables. Pero en ese novelón a espada, veneno y traición que era el reino de Castilla en tal época, la princesa -poco considerada por casi todos-, avanzó palmo a palmo en el intrincado damero político de la corte. Más por sus cualidades de humanidad y firmeza de carácter, que por asistirle títulos al efecto.

Intriga va, intriga viene, la muerte del príncipe Alfonso en 1468 la deja en un primer plano. Y con la firma el Pacto de los Toros de Guisando, el nuevo rey Enrique reconoce a su hermana Isabel como princesa de Asturias, sobre su hija Juana en razón de la ilegitimidad que le endilga a ésta última.
Por sus lecturas y despierto genio político, Isabel conoce que lo que natura no da… las leyes muchas veces lo otorgan. La concesión del título de princesa de Asturias implicaba su reconocimiento como heredera de la Corona de Castilla.
Poseedora de un “justo título” que la habilita al trono, sumó a su legitimación jurídica los avales prácticos para sostenerla en el caso, nada improbable, que quiera desconocérsele su nuevo estatus. Isabel da muestras de su capacidad política al elegir como marido a Fernando de Aragón, el mayor partido para una mujer que podía llegar a tener que defender sus títulos por las armas, casándose con él en Valladolid el 19 de octubre de 1469.

Enrique reacciona frente al creciente poder de Isabel, dando marcha atrás y declarando ilegal el nombramiento de Isabel como princesa de Asturias, a la par que relegaliza a Juana como su heredera legítima, en 1470. (Un abogado a la derecha, por favor). Isabel, apoyada tanto en sus consejeros jurídicos como en los propios conocimientos del derecho, desconoció la posibilidad de revocar el acto. Y a su fallecimiento en 1474, sacó a relucir el tratado y se autoproclamó reina de Castilla en Segovia, el 13 de diciembre.
Alfonso V de Portugal, esposo de la ilegitimizada y relegitimada Juana, no quiso dejar así las cosas y acudió al recurso de las armas. En las batallas de Toro y Albuera, Isabel obtuvo la victoria, tras lo cual fue reconocida reina por las Cortes castellanas en Madrigal. Una vez más, quien estaba o no acorde a derecho, tras los debates entre los juristas de uno y otro bando, fue decidido por la suerte en la batalla.

Una vez más, Isabel mostró que el tacto político y la mentalidad jurídica podían conjugarse: después de la guerra, ofreció el perdón a todos los nobles que la habían combatido. Pero si no aceptaban, serían juzgados como traidores a su corona, con todas las consecuencias que implicaba dicho proceso.
Fernando, en tanto, a la muerte de su padre en 1479, hereda la corona de Aragón. Y es a partir de tal fecha que se realiza la unión dinástica de Castilla y Aragón y el comienzo del reinado conjunto, siguiendo los previsores acuerdos de Segovia de 1475, en los que también se ve la mano de Isabel. Se iniciaba España.
Podría decirse que fue “una reina con rostro humano”. Cierta vez la esposa del corregidor de Toledo, don Gómez Manrique, había caído gravemente enferma en Medina. Llamaron al corregidor, pero él pidió una prórroga para quedarse en Toledo, por cuestiones de su cargo. En la autorización oficial para ello, al estampar su firma, doña Isabel añade de puño y letra una posdata: «Gómez Manrique, en todo caso venid tan pronto el cargo lo permita, que doña Juana mejoraba de su mal, y ha recaído al saber que no venías. De mi mano. Yo, la Reina”.

Cada viernes se sentaba en la plaza pública del lugar en donde se encontrara la corte, para hacer justicia en especial a los humildes y débiles que se le acercaran. Al acabar, decía a los oficiales de la corte encargados de ejecutar sus mandas: «Yo encargo a vuestras conciencias, que miréis por estos pobres como si se tratara de mis hijos».
Antes de morir, agrega un codicilo a su testamento, en el que no dejó tanto de ordenar como de encargar y hasta suplicar a sus sucesores que “no consientan ni den lugar que los indios vecinos y moradores de las dichas Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido lo remedien y provean por manera que no se exceda en cosa alguna lo que por las letras apostólicas de la dicha concesión nos es infundido y mandado”.

Se trataba de un espíritu al que el dolor humano no le resultaba indiferente. Y esa piedad suya fue, las más de las veces, encarrilada desde el derecho. Por eso, a más del estado español junto con su esposo, el rey de Aragón, fundó también una línea protectora en las leyes, que persistió en el tiempo y, en distinto modo, continúa hasta nuestros días. Si bien en el curso de los siglos siguientes tal espíritu sería tan observado como desobedecido, ya fuera en la América española como en la propia península ibérica.

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