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Huelgas, ausentismo docente y aprendizajes desde una perspectiva sociológica

27 marzo, 2017
El Iarse formará a más de mil  docentes en RSE y Sustentabilidad
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 Por Por Emilio Tenti Fanfani

En la coyuntura actual los medios masivos discuten en forma bastante desordenada tres cuestiones importantes: los paros de los docentes, el ausentismo laboral de éstos y los resultados de aprendizaje medidos por las pruebas de evaluación de rendimiento escolar, como “ Aprender” y otros.
En un polo del escenario político está el Gobierno y su perspectiva ideológico-política de centroderecha. Desde aquí se embiste contra los sindicatos, sus dirigentes y también contra los docentes en general, acusándolos de no estar capacitados, trabajar poco y sólo perseguir intereses “egoístas” y corporativos (el salario), con el fin de convertirlos ante la opinión pública en culpables de la baja calidad de la educación pública argentina. Sólo las costosas escuelas privadas de elite se salvarían de lo que se presenta como “desastre educativo nacional”.
Desde el polo de los sindicatos docentes se denuncia la pérdida del poder adquisitivo del salario y un malestar respecto de la complejidad creciente del trabajo en las aulas. Se alega, con razón, que es difícil mejorar “la calidad de la educación” en un escenario donde se conjugan el empobrecimiento de la población y el debilitamiento de la oferta escolar pública porque el conocimiento no se “distribuye”, como suele afirmarse erróneamente, sino que se coproduce en un equipo de producción en el cual es tan importante “lo que ponen” la escuela y el maestro como lo que necesariamente debe poner el aprendiz (estudiar, hacer los ejercicios, etcétera).
En verdad, tanto las huelgas docentes como el ausentismo y los bajos aprendizajes de los alumnos de la educación básica son realidades que sería necio negar. Por otra parte, es imposible no reconocer que una proporción (siempre minoritaria) de docentes no cumple su obligación laboral de asistir en forma continuada a sus lugares de trabajo. Un análisis de los datos provistos por las Encuestas Permanentes de Hogares (Indec, período 2003-2011) indica que “no trabajaron la semana anterior” a la encuesta una proporción de docentes que oscila entre  6% y 9%. Estas proporciones van de 2% a 3% en el caso del resto de los asalariados. Por otra parte, 8% de los docentes censados en el año 2004 se encontraba con licencia el día del relevamiento.
De todas maneras, estos datos no alcanzan a medir en forma certera todas las dimensiones del fenómeno. Y cuando no se tienen datos suficientes se llena el vacío de conocimientos con mitos, frases hechas, medias verdades y generalizaciones abusivas e interesadas.
Encuestas realizadas a directores de establecimientos en el marco del programa internacional PISA de evaluación del rendimiento escolar muestran que casi 60% de ellos considera que la ausencia laboral de los docentes es un problema para el aprendizaje de los alumnos. A su vez, en una encuesta de la Universidad Católica Argentina realizada en 2009, 44% de los padres señaló el ausentismo docente como su principal preocupación respecto de la educación escolar de sus hijos.
Pero no se pueden explicar los paros ni las ausencias injustificadas de los docentes (en especial en el nivel medio) si no se tienen en cuenta el salario y las condiciones de trabajo. En el contexto inflacionario de 2016 y los primeros meses de este año, la caída del salario real de los docentes y de la mayoría de los asalariados y jubilados no se puede discutir.
Por otra parte, trabajar en las aulas es cada vez más difícil. La escuela, con sus plantas docentes, infraestructura física, programas, horarios, recursos didácticos, división del trabajo, reglamentos, sistemas de evaluación y disciplina, etcétera, tiene un formato que en lo esencial hunde sus raíces en el siglo XIX. Lo que en un momento fueron dispositivos “racionales y progresistas”, hoy, aunque parezcan ser los mismos, son objetivamente obsoletos.
En Argentina y el mundo los niños y los adolescentes son categorías sociales en continua transformación, al igual que la familia. La cultura extraescolar (muchas veces centrada en la imagen y el oído) compite con la escolar (centrada en el libro). También cambian las relaciones de poder entre las generaciones, las demandas del mercado de trabajo y los conocimientos necesarios para la vida.
Todo lo que pasa en la sociedad “se siente” en la escuela. A modo de ejemplo, los cambios en la familia, en gran parte resultado de la incorporación masiva de la mujer al mercado de trabajo, significa una recarga de la escuela, que ya no sólo debe concentrarse en instruir (como se decía en el siglo pasado) o desarrollar competencias (como se suele decir hoy) sino que tiene que encargarse de satisfacer una serie de necesidades básicas que son condición necesaria para el aprendizaje.
Antes, por lo general, los niños llegaban alimentados y “educados” a la escuela (los maestros mexicanos los llaman alumnos “bien hechecitos”), es decir, dotados de cierta docilidad y estabilidad emocional, sentimiento de autoestima y empatía o capacidad de “ponerse en el lugar del otro”. Hoy estas funciones tienden a delegarse a la escuela. Los maestros deben no sólo alimentar sino también pacificar, calmar y “contener” a niños que viven experiencias traumáticas y extremadamente difíciles.
Para satisfacer estas necesidades primarias e impostergables se ha producido lo que algunos sociólogos llaman una “psicopedagogización” de la pedagogía. En estos contextos no debe sorprender que la enseñanza de competencias y conocimientos (tarea específica de los trabajadores profesionales de la educación) muchas veces pase a un segundo plano.
De no producirse cambios sustantivos en la sociedad y el sistema escolar, educar se volverá una misión cada vez más imposible. A los docentes les cambian los problemas en forma extremadamente acelerada y frente a estos cambios “no hay conocimiento pedagógico que aguante”.
A su vez, el panorama se vuelve más complejo aún cuando se tiene en cuenta la inflación de expectativas sociales en relación con la escuela. Ésta no sólo debe enseñar las disciplinas tradicionales sino que se le agregan nuevos contenidos: las famosas “educación para”: para la ciudadanía, el medio ambiente, la democracia, la diversidad cultural, la igualdad de género, la prevención de muchas enfermedades, la enseñanza de las reglas del tránsito, la historia local además de la nacional y universal, etcétera.
Esta sobrecarga del programa escolar acarrea una intensificación del trabajo docente, que algunos pretenden que sea cada vez más autónomo, creativo, innovador y se “responsabilice por los resultados”.
No debe extrañar entonces que en este contexto muchos docentes se sientan desbordados, más aún si se tiene en cuenta la dispersión de sus compromisos laborales: 30% tiene más de una ocupación (contra 8% del resto de los asalariados). En tanto, 40% de los profesores de secundaria trabaja en más de un establecimiento.
Las consecuencias subjetivas de la complejidad e intensificación creciente del trabajo son varias y muchas de ellas preocupantes: pérdida del sentido del trabajo, angustia, depresión, estrés, sensación de abandono e impotencia, desconfianza en la política educativa y “humor antiinstitucional”, “trabajo a reglamento”, refugio en la rutina y el cinismo, o una mezcla de todas estas sensaciones que termina por favorecer conductas de “salidas transitorias” del trabajo por enfermedad y fatiga física, psíquica y moral.
Todas estas reacciones son posibles si las difíciles situaciones que enfrentan los docentes no se canalizan en organizaciones capaces de traducir el descontento en acciones colectivas tendientes a exigir mejores salarios y condiciones de trabajo y lograr el fortalecimiento y reestructuración de los principales dispositivos institucionales de la educación pública.

Sociólogo, profesor e investigador de la Universidad Pedagógica

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