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Hay cosas que no pueden fallar

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Por Luis Carranza Torres (*) y Carlos Krauth (**)

“Si algo puede salir mal, saldrá mal”, dice la conocida ley de Murphy. Una gran parte de nuestros conciudadanos entiende que se cumplió de modo acabado con la campaña de vacunación contra el coronavirus en nuestro país. Se escucha, y mucho, en las redes y en el mundo real, al hablar del tema, “¿y por qué esto no iba a pasar? Era sabido que ello iba a suceder”. Hay un alto grado de insatisfacción y rabia por el tema.

El escándalo de las “vacunas VIP” detonó inicialmente por un comentario del periodista  Horacio Verbitsky en un programa radial sobre haber sido vacunado gracias a su amistad con el entonces ministro de Salud, Ginés González García. Ello derivó en una reacción de repudio, bronca e indignación de alcances generalizados como pocas veces se ha visto.

Prioridades

Tanto la lógica como la técnica imponen que la vacunación sea realizada bajo determinado protocolo y respetando un orden de prioridades que principiaría con aquellos más expuestos y con más riesgos de que el virus le ocasione daños graves o definitivos.

Nada está más lejos de eso que repartir las dosis discrecionalmente por criterios de amiguismo o similares.

“Puede fallar”, decía TuSam, un ilusionista de moda en los medios televisivos argentinos de los 70 y 80. La frase se pronunciaba cuando algún truco de magia no salía como debía. Pero claro, estábamos hablando de magia, de ilusiones, de lo que no es pero parece. En el tema de la vacunación hablamos de la realidad, de la vida de las personas, de lo que es. Se trata de algo muy distinto.

No, no se puede fallar. Para eso es que tenemos gente, elegida democráticamente o nombrada por ella, para que se encargue de eso; para gerenciar la cosa pública, se le dice.

Tampoco podría fallar porque el Estado argentino viene vacunando hace más de un siglo. Existe una ley, un calendario de vacunas, una logística, centros al efecto y personal capacitado. Por eso no “nos cierra” que se vacune por fuera del Estado. Menos, sin observar las mismas reglas que ha establecido dicho Estado al efecto, respecto de quién puede vacunarse y en qué orden.

Justamente, tanto en el mensaje de nuestras autoridades como en los documentos emitidos y las normas que regulaban la materia se establecía un orden de prelación entre los ciudadanos a vacunar.

Así, en el plan estratégico diseñado por el Gobierno nacional, publicado el 23 de diciembre del año pasado, se estableció que el orden sería: personal de salud (escalonamiento en función de la estratificación de riesgo de la actividad); adultos de 70 años y más; personas mayores residentes en hogares de larga estancia; adultos de 60 a 69 años; fuerzas armadas, de seguridad y personal penitenciario; adultos de 18 a 59 años de grupos en riesgo; personal docente y no docente (inicial, primaria y secundaria) y “otras poblaciones estratégicas definidas por las jurisdicciones y la disponibilidad de dosis”.

Ese orden debía respetarse y sólo podía modificarse “a la luz de nueva evidencia científica, la situación epidemiológica y la disponibilidad de dosis”.

Ninguna razón que hemos escuchado justifica debilitar el derecho a la salud de las poblaciones más vulnerables en aras de favorecer a otros en indudables mejores condiciones.

Todo esto, que da crédito al pensamiento de los argentinos “mal pensados”, es consecuencia y reflejo de algo que venimos expresando desde esta columna. Nuestro país, lejos del discurso igualitarista de algunos sectores, sobre todo cuando son gobierno, resulta un país profundamente desigual. Tal desigualdad tiene su núcleo en la existencia de privilegios en favor de un grupo de personas siempre cercanas al poder.

Nada más lejos ni más reñido con el principio de la igualdad republicana. O con lo que debe ser una sociedad democrática. Tampoco, para conjurar con éxito una pandemia que parece alargarse hacia el infinito.

(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas. (**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales

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