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Hace 30 años fue derribado el Muro de la Vergüenza

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Por Silverio E. Escudero

“El muro, aun siendo cínico e inhumano, trajo calma
no sólo a Alemania sino a toda Europa central”
John F. Kennedy

El sábado pasado se cumplieron 30 años de la demolición del paredón de la vergüenza que dividió a Alemania Oriental y a Alemania Occidental entre el 13 de agosto de 1961 y el 9 de noviembre de 1989.
Aquel lejano 9 de noviembre fue una auténtica celebración de la libertad. Por fin pudieron los alemanes orientales pisar el “corredor de la muerte” para llorar, cantar, bailar, amarse y hasta abrazar a sus hermanos occidentales.
No sólo los alemanes de uno y otro lado derribaban esa ignominiosa barrera que durante 28 años partió al mundo. Era la humanidad entera, cuajada de lágrimas, la que tiraba de las cuerdas y empuñaba los martillos, mazas y barretas que transformaban en puertas las antiguas murallas de cemento. Puertas que permitieron el reencuentro de familias que a partir de ese instante debían iniciar otro proceso distinto: tratar de superar profundas heridas psicológicas, en las que el llanto del encierro, el desarraigo y de la crueldad de la separación eran apenas las huellas más visibles de la tragedia.
Se acababa con el muro el símbolo del andamiaje político y económico del comunismo que había imperado en Europa oriental desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Así, a pedazos, se levantaba para siempre esa famosa cortina de hierro de la que habló Winston Churchill en 1946 para referirse a la manera como la Unión Soviética se había adueñado de los países del Este europeo y de la llamada República Democrática Alemana (RDA) que crecía bajo su feroz vigilancia.

Era el comienzo de una difícil convivencia entre los alemanes. Dos formas de ver y sentir el mundo. Los alemanes occidentales prósperos capitalistas y los orientales que tenían que romper, primero, el cerco de temor que les había impuesto como modo de vida el Ministerio para la Seguridad del Estado (en alemán, Ministerium für Staatssicherheit), más conocido por su abreviatura Stasi, el órgano de inteligencia de la RDA.
Además, estaba la aventura de la integración, tarea que llevó años porque los orientales hablaban de segregación y se sentían ciudadanos de segunda o tercera categoría.
La prensa mundial se mostró eufórica. Los intelectuales anunciaron, apresurados, el triunfo del capitalismo.
Otros fueron más allá. Proclamaron el fin de la historia y de las ideologías, cuestión que fue un espejismo en la mente afiebrada del politólogo estadounidense Francis Fukuyama, reflejado en su libro El fin de la historia y el último hombre.
Todo fue apenas un sueño. Pedro Calderón de la Barca lo explicó mejor en 1635: “Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños sueños son.”
Este tránsito de apenas 30 años de la historia reciente no fue sencillo. En muchos momentos aparentaba que todo volaría por los aires. La relación entre Washington, Moscú y las cancillerías europeas se recalentaron mil y una veces.
El tronar de los cañones volvió a ensangrentar Europa del Este y los Balcanes. Las distintas nacionalidades habían sido obligadas a compartir espacios geopolíticos, producto de los acuerdos que pusieron fin a la II Guerra Mundial. Es que se olvidó considerar antiguas rivalidades, diferencias religiosas y recursos económicos.

La última confrontación, con motivo de la crisis de Ucrania que llevó las relaciones entre Rusia y la Unión Europea (UE) a la interioridad de la Guerra Fría, aunque los últimos movimientos del presidente francés, Emmanuel Macron, sorprendentes para muchos, parecen querer acercar a Europa y Vladimir Putin.
En julio de 1961, un fuerte rumor caló hondo en Europa Occidental. Los servicios secretos y los periodistas internacionales aseguraron que el gobierno de la RDA se preparaba para levantar un muro fronterizo para evitar la fuga de miles de alemanes rumbo a Occidente.
“Nadie tiene intención de construir un muro en Berlín”, afirmó indignado ante la prensa Walter Ulbricht, el jefe de Estado de la RDA, un mes y medio antes de que los berlineses se despertaran, un caluroso domingo de agosto de 1961, para observar cómo miles de soldados tendían kilómetros a alambres de púas.
Era el comienzo de la construcción de lo que el gobierno comunista llamó el “Muro de Protección Antifascista”. Operación secreta que tenía como nombre clave “Rosa” para evitar, con desesperación, el colapso de la Alemania Oriental.
El economista Robert Theobald, en la edición en castellano de su interesante trabajo titulado Los ricos y los pobres, afirmó: “A principios de los años 50, miles de personas trabajaban por el día al oeste de la ciudad, que albergaba empresas más numerosas y modernas, y regresaban al anochecer a los barrios orientales donde los alquileres eran más bajos. Conforme aumentaba la brecha entre ambos mundos, muchos de estos trabajadores se afincaron en el lado rico de Berlín. Entre 1949 y agosto de 1961, cerca de 2,7 millones de alemanes orientales, lo que representaba 15% de su población, huyeron del paraíso en la tierra que, así lo juraban los soviéticos, era el socialismo”.

Theobald describió: “La mayoría eran trabajadores cualificados, estudiantes recién graduados y agricultores que temían la colectivización de la producción agrícola. La situación se volvió insostenible en abril de 1961, cuando 30 mil personas cruzaron la frontera en un solo mes”.
Ulbricht pidió ayuda al jefe de la URSS en el momento más caliente de la Guerra Fría. Nikita Kruschev se limitó a prometer más dinero, más ayuda económica para compensar la fuga migratoria.
Ulbricht lo consideró insuficiente y, en una de las muchas veces que disintió del ruso, ordenó iniciar la “Operación Rosa” sin esperar autorización del Kremlin, al que no le quedó más remedio que sumarse al plan cuando ya estaba en marcha. “Aunque, con el tiempo, Kruschev se atribuyera la radical resolución para Berlín, el soviético dio su plácet a la planificación de Ulbricht”, recuerda Ricardo Martín de la Guardia, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valladolid y ex director del Instituto de Estudios Europeos en su libro La caída del Muro de Berlín (La Esfera de los libros, 2019)
La noche del 12 al 13 de agosto de 1961 Ulbricht convocó de urgencia en su residencia de Wandlitz, a pocos kilómetros de Berlín, a los halcones del Partido con responsabilidades en el Estado. Allí, previo juramento de lealtad y compromiso, les comunicó el cierre de la frontera.
El silencio y el estupor reinaron en la sala. Los asistentes comprobaron que no se trataba de una broma cuando rumbo a sus hogares se cruzaron con cientos de camiones y de tanques soviéticos ocupando las calles. Muchos de los jerarcas se vieron en la obligación de identificarse en los retenes más allá de las escoltas que protegían sus autos blindados.

Fueron millares los albañiles, policías y soldados, muchos reclutados a la fuerza, los participaron esa noche en la instalación de alambradas de púas y barreras fabricadas con farolas y vías de tranvía para separar Berlín en dos. Se eligió un sábado por la noche para evitar que, a la luz del día, se produjera una estampida hacia el oeste o que se repitieran los disturbios de 1953.
Uno de los voceros del gobierno explicó por radio que era una medida provisional y un ejercicio militar de autodefensa ante la posibilidad de una invasión capitalista. El toque de queda transitorio se prolongó en el tiempo.
Efraín U. Bischoff, el histórico columnista de Comercio y Justicia, cruzó el alambrado tiempo después. Sus descripciones llenaban de zozobra e inquietud. En su estilo, afirmaba que Berlín había sido condenada a muerte.

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