Entre rebeliones y crímenes políticos

Y en el comienzo fueron las hordas. Primitiva organización social que representó un intento cooperativo de defensa para vencer las inclemencias del tiempo y los ataques de animales de mayor porte e inquietante ferocidad.

El paso siguiente rumbo a la civilización fue más complejo. Debió emprender la ardua tarea de organizar socialmente la comunidad en crecimiento y establecer mínimas reglas de convivencia. De inmediato, se activaron las rivalidades clásicas que permanecían larvadas.

El “¿por qué él y no yo?” preanunció tormentas y tempestades. Y se disparó la compulsión de atacar y/o defenderse entre aquellos que buscaban matar o morir para apropiarse de los símbolos del poder. Así fue como el asesinato, la muerte deliberada del rival, comenzó a formar parte del menú oscuro de la política.

Las primeras crónicas de los asesinatos políticos llegaron en forma de leyendas hasta los oídos de los escribas, que dejaron constancia en las tablillas de barro sumerias o en las estelas pobladas de jeroglíficos egipcios.

Allí nació la historia. Como también el hábito de anotar los enfrentamientos políticos y la razón política que da sustento a la decisión de acabar para siempre con opositores y/o enemigos tras la construcción de una narrativa fantástica que todo lo justifica. Esencialmente porque el que ejerce el poder cree ser dueño de la verdad. Los discursos de tirios y troyanos son diferentes a partir de la suerte que cada quién tiene en la feria.

Cabe preguntarse, a manera de ejemplo: ¿Cómo se valoró en el Senado Romano el asesinato de Julio César? ¿Los discursos pronunciados en la ocasión, que expresan interpretaciones diversas, se acercaron a la verdad? ¿Quiénes impulsaron y armaron a Tilio Cimbro y Servilio Casca, los matadores? ¿Qué rol cumplió en el complot Marco Junio Bruto, el hijo adoptivo del muerto?

Si la razón política da sustento a ese tipo de asesinatos, escriben algunos tratadistas, raramente se percibe que el hecho mismo y sus resultados sean éticos, justos o buenos.

¿Qué sabe y calla la sociedad de Córdoba sobre el trágico asesinato del senador radical Regino Maders? Quien ordenó su ejecución, ¿estaba ligado al poder político provincial? La actividad política del muerto, ¿a quien incomodaba?¿Qué interés tuvo el Poder Ejecutivo Nacional para utilizar el crimen como base de lanzamiento de la figura del juez de la causa como candidato a gobernador (tras la negativa de Carlos “La Mona” Jiménez de integrar la fórmula electoral del peronismo)?

Si el que asesina es el poderoso, la razón de Estado es la excusa perfecta. Se mata en nombre del bienestar común o, como se refleja en la historia reciente de los argentinos, se lo hace en defensa del “modo occidental y cristiano de vida”. Cómo es sabido, desde los tiempos bíblicos a la violencia siempre la engendra el poder.

Si el rebelde o el revolucionario es el que mata, encuentra justificación al entender que quienes detentan el poder hacen todo lo posible por configurar un poder corrupto, inoperante, dictatorial o criminal.

De esta manera, el magnicidio es aprobado por quien o quienes lo ejecutan como también sus instigadores, por ser necesario para la salud de la Nación o para liberar al pueblo de la opresión. Porque es moralmente justo para liberar al pueblo del flagelo de la dictadura.

Los comuneros en toda la América Española se levantaron en armas y ejecutaron a los corregidores al grito de “Viva el Rey; muera el mal gobierno”. Aunque fueron fieramente reprimidos, pusieron fin a los abusos de los conquistadores y encomenderos españoles. Asimismo morigeraron las bestiales condiciones de trabajo en las mitas y los yanaconazgos.

Los cordobeses somos herederos legítimos de la enorme gesta que protagonizaron los heroicos Comuneros de Traslasierra. Su triunfo obligó a los españoles a prometer y jurar que el valle transerrano jamás sería gobernado por europeo alguno. La rebelión, mal le pese a muchos, es un derecho natural.

Lope de Vega lo resume de manera fantástica en su inmortal Fuenteovejuna, la mejor representación teatral de la unión de todo un pueblo contra la tiranía feudal. No solo se trata de la rebelión de un pueblo que, hastiado de la prepotencia gubernamental, decide asesinar al corregidor.

Es un canto a la valentía pese a la tragedia intrínseca que conlleva. Una muestra de compañerismo y de apoyo colectivo, donde todos se culpan de un crimen para que nadie tenga que cargar con toda la culpa. “Fuenteovejuna, señor”, gritan a la hora de la tortura.

Más allá de las justificaciones que se esgriman, el asesinato político -de cualquier lado que provenga- se inscribe en el marco de la lucha por el poder en grado de violencia. Y es, siempre, al fin y al cabo un asesinato.

El asesinato político parece surgir como el límite incierto, fortuito, de la política. El desmoronamiento de la civilización tal como la conocemos y el trágico desplome de la cultura.

También es necesario considerar el efecto negativo que provoca en la moral individual. El asesinato parece ser un lugar común en las prohibiciones de las religiones, en todos los sistemas de creencias, el horizonte del pensamiento mágico aunque los libros sagrados destilen sangre.

El crimen político nace del odio. Se basa en el desprecio de la vida del hombre. Es un auténtico crimen contra la humanidad; factor disolvente de una sociedad en permanente cambio donde el poder deja de considerar a los individuos como sujetos de derechos.

El 26 de abril de 1998, el obispo y coordinador de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, Juan Gerardi, fue asesinado a golpes. Habían pasado apenas dos días desde que había presentado las 1600 páginas del informe que documentaba las sistemáticas violaciones de los derechos humanos cometidas por el ejército de Guatemala en la lucha contra la insurgencia que había terminado, al menos en lo formal, en 1996.

Cuando la víctima es el gobernante, su asesinato político es, en escencia, un magnicidio que resulta una práctica muy cercana al terrorismo, ya que su objetivo es la desestabilización del gobierno o la coerción para que se produzcan cambios sustanciales.

En su otra vertiente, es decir cuando el asesinato es cometido desde el poder, suele hablarse de terrorismo de Estado.

Córdoba, febrero de 1974. La ciudad despierta azorada. Las radios cuentan que está en marcha un golpe policial encabezado por el coronel Antonio Navarro. Con el auxilio de grupos armados civiles comandados por la Juventud Sindical Peronista Navarro depone al gobierno constitucional que encabezaban Ricardo Obregón Cano y Atilio López.

La Legislatura provincial es un hervidero. Se buscan soluciones constitucionales a una crisis provocada por la punta de los fusiles.

Tras largas negociaciones, y ante la ausencia del presidente de la Cámara de Senadores, asume como Gobernador de la provincia el Presidente de la Cámara de Diputados, Mario Dante Agodino. Cargo que ocuparía hasta la llegada del interventor federal Duilio Brunello.

La crónica de la periodista Teresa Capdeville describe: “Agodino volvió a la banca de diputado que ocupó hasta su muerte, ocurrida el lunes 13 de marzo de 1974. Al conocerse su deceso, en un importante gremio brindaron con champaña. Las circunstancias de su muerte súbita, que se incorporaron a la historia oral con detalles inquietantes, permanecen en la incógnita”.

Raúl Ferrero, en su libro “El Navarrazo”, es quien mejor retrata esos días plagados de zozobra y desorientación. Por nuestra parte, haremos un apartado al enjundioso trabajo de Ferrero.

Nos abocaremos a recordar los días posteriores al alzamiento policial y a la llegada del interventor federal Brunelo.

Diversas fuentes nos han brindado datos para echar luz a un episodio extraño que habría tenido como escenario el viejo y tradicional Hotel City. La leyenda cuenta que un grupo comando asaltó el hotel y tomó como rehén a Agodino, quien a la postre terminó asesinado.