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El Tapón del Darién, una puerta al infierno

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Por Silverio E. Escudero – Exclusivo para Comercio y Justicia

El Tapón de Darién es uno de los rincones más peligrosos del continente americano. Ubicado en la frontera entre Panamá y Colombia, es una auténtica tierra de nadie; paraíso del delito organizado donde el brazo del Estado está definitivamente ausente.

El nombre connota un tramo inaccesible de selva, ríos y pantanos de más de 100 kilómetros dominado por tribus de notoria peligrosidad que acechan a quienes se atreven a emprender tamaña travesía; bandas de traficantes de personas y esclavos, narcotraficantes, contrabandistas que hacen, con la explotación del hombre en dificultades extremas, pingües negocios.

El manto de mitos y leyendas que cubre a la región supera el caudal que proporcionó la conquista del oeste norteamericano, el avance de los carapálidas sobre las frías llanuras canadienses o la búsqueda de oro y piedras preciosas en los territorios de Alaska y de Siberia.

El mito del Darién salvaje crece desde tiempos inmemoriales. La locura colonizadora de los españoles no pudo conquistarlo. Tampoco los piratas, corsarios, bucaneros y filibusteros que fatigaron las aguas del mar Caribe en busca de un santuario alternativo para gozar de la tranquilidad que faltaba en las islas de Tortugas, Barbados, Barbuda y Jamaica.

Allí quedaron enterrados, también, los sueños de cientos de navegantes y exploradores independientes que llegaron en busca del cuenco con monedas de oro al final del arco iris. Utopías nacidas en las cantinas y bodegones del puerto, bajo los excesos que provoca el ron o el delirio. Quizá de “una borrachera de cielo y flamboyanes”, al decir de Mario Benedetti.

Los indios no sometidos que ocupaban las tierras bajas de la costa de Los Mosquitos, la red enmarañada de ciénagas y caños en la gobernación de Santa Marta y los bosques del Chocó y del Darién son casi invencibles.

Muchos de estos nativos, cuenta la leyenda, desayunan en las calaveras de los conquistadores y de viajeros que huyeron de la miseria a la pobreza más extrema.

Esta cuestión hizo escribir al fraile capuchino Joaquín de Finestrad: “(En el Reino Nuevo) no se pueden mirar las vastas amplitudes de los chimilas, guajiros, motilones, en las Provincias de Santa Marta y Maracaibo, como las del Darién, Río Sinú, llanos de San Juan y laderas de los del Casanare, sin el más justo motivo de amargo dolor al verlas desiertas, despobladas y sin cultivo el más mínimo, habitadas de gentiles, siendo algunas de ellas anfiteatro triste de cristianos y el muro incontrastable que estorba el trato de la sociedad y el curso fácil del comercio”.

Los escoceses, agobiados por la profunda crisis económica que sacudía a Europa desde mediados del siglo XVII, no acertaban cómo solucionar el hambre que acechaba a cada aldea.

Solo quedaba apelar a los sentimientos del nacionalismo escocés y convocarlos a una gran aventura. Las alternativas eran escasas. Declararle la guerra a Inglaterra o lanzarse a “la mar Océano” en busca del vellocino de oro.

La colonización escocesa de América fue un esfuerzo fallido. Consistió en la instalación de un puñado de establecimientos en América del Norte, de una colonia en el Darién en Panamá y de algunas otras implantaciones creadas después del Acta de Unión de 1707 entre Escocia e Inglaterra.

Por razones metodológicas, dejaremos de lado la experiencia conquistadora de Escocia siguiendo las huellas Erik el Rojo en Vinland. Tampoco anotaremos las aventuras en Nueva Escocia, Cap Bretón, East New Jersey o la de Stuarts Town, que no fueron un éxito comercial.

Tratamos sí, en nuestros límites, de dejar constancia de los esfuerzos que protagonizaron los escoceses por asentarse en el Tapón del Darién, al que llamaron Nueva Caledonia.

Los noveles colonizadores fueron reclutados por la Compañía Escocesa para el Comercio con África y las Indias. La empresa tenía la exclusividad para comerciar entre la metrópoli con África y Asia, y estaba autorizada para armar y equipar navíos y para establecer colonias en las zonas deshabitadas o no reivindicadas de América, Asia o África. Aval que motivó una guerra comercial con la Compañía Británica de las Indias Orientales.

Fueron alrededor de 2.500 colonos escoceses los que fundaron, en 1696, una colonia en el Darién. Eran antiguos soldados, marinos e hijos segundones de la elite escocesa, quienes recibieron cada uno entre 50 y 150 acres de tierra y un puñado de semillas.

La colonia siguió la suerte de su metrópoli. Pronto se vio agobiada por el hambre, la malaria y un sinnúmero de enfermedades desconocidas, a las que se sumaba la hostilidad de los españoles quienes, con la ayuda de tribus nativas, reivindicaban los territorios ocupados.

Nueva Caledonia murió de inanición. No recibió ayuda de la corona ni de las colonias inglesas de las Antillas o de Jamaica, a pesar de la promesa real.

Eran escoceses, es decir, seres humanos de segunda categoría, según el canon racial de los ingleses. Mirada que persiste sobre todas las poblaciones del globo y de la que deberían tomar nota los latinoamericanos que sueñan con el potencial dominio inglés sobre nuestras tierras.

Así transcurrieron los siglos. La violencia fue el signo distintivo de la región de Darién, que fue refugio seguro de cuánto prófugo que procura no ser encontrado nunca más.

A partir de los años 50 surgieron nuevas violencias, nuevos gestos de barbarie. Fue campo de entrenamiento de grupos de guerrilleros, asentamientos de narcotraficantes y contrabandistas y de destacamentos especiales pertenecientes a la Escuela de las Américas, del ejército de  Estados Unidos.

El lugar fue utilizado por las fuerzas armadas latinoamericanas para su adiestramiento, que tuvo por objeto ensangrentar la mayoría de las naciones de América Latina y El Caribe.

En los años 30 se comenzó a discutir la posibilidad de unir por tierra ambos extremos de nuestro continente. Muchos fueron los estudios y exploraciones que se realizaron antes de que dieran comienzo a la obra.

Una de ellas fue la fracasada expedición etnográfica encabezada por el ex diplomático y sociólogo cordobés Julio Brandán, quien pretendía unir México con Buenos Aires. Fue tanta la ilusión, que comprendieron tardíamente, según las memorias del salvadoreño Toño Salazar, que los aportes prometidos no llegarían jamás y debían enfrentarse a la selva del Darién sin el equipamiento necesario.

Hoy la ruta Panamericana es un sistema de carreteras de 17.968 km de largo que vincula casi todos los países del continente americano con un tramo unido de carreteras, excepto los peligrosos 130 kilómetros en la región del Darién.

Esa reputación tan arraigada ayuda a mantener la región envuelta en un clima de ilegalidad y violencia que crece de manera cotidiana.

El tapón hoy vive un proceso escalofriante de deforestación a medida que colonos madereros y emprendedores se abalanzan sobre la región.

La jungla mítica cede terreno a motosierras y excavadoras. Hasta el Parque Nacional del Darién, Sitio Patrimonio Mundial de la Unesco, está en riesgo.

A esa suma de conflictos se agregan las comunidades indígenas en pie de guerra en defensa legítima de sus territorios.

Si enfrentámos un mapa regional podremos determinar con precisión la ubicación de los territorios que poseen los nativos o están gestionando sus títulos de propiedad.

La comarca Emberá-Wounaan, distrito indígena autogobernado con derechos territoriales según la ley panameña, se creó en 1983. La comarca Wargandí, en 2000.

Pero muchas otras comunidades indígenas quedaron fuera de la ley y sin derechos sobre el territorio que habitan, incluso dentro de los límites del Parque Nacional del Darién.

Otros pueblos pudieron obtener territorios colectivos para uso comunitario. Más de 650 000 hectáreas siguen en disputa.

La situación humanitaria es grave. Tanto que es evaluada en el terreno por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Advertimos desde este espacio de que la indiferencia del resto del mundo hace que esas personas corran peligro de muerte.

Así desaparecerían los kuna, emberá y wounaan en los próximos 20 años.

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