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El peligro de la disolución antropológica

Por Armando S. Andruet (h)
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Por Armando S. Andruet (h)* Twitter: @armandosandruet

Es ésta la sexta contribución de las siete que hemos escrito para el diario Comercio y Justicia en lo que corre del año 2020, que las dedicamos desde perspectivas diferentes a la enfermedad del Covid-19. Sin embargo, van llevando todas ellas el mismo hilo conductor de nuestra propia vida frente al tema de la enfermedad. En ellas voy apuntando las impresiones que registramos de un mundo enfermo y que, si bien en un primer momento para un lector desprevenido pueden parecer un exceso, respondemos que cuando el telón se corra veremos la verdadera estatura de los personajes. 

En realidad, creo que la vida de todos nosotros ha quedado como quien diría «atravesada» y «perforada» por el acontecimiento de la pandemia hasta donde se ha podido conocer con grandes esfuerzos físicos, morales y espirituales, en algunos supuestos exitosos y en otros insuficientes para continuar igual que antes.

Ninguna de nuestras vidas, por lo pronto, es igual a la que con anterioridad teníamos, empezando por el mismo hecho de estar privados de movernos a donde nos parezca que hay que hacerlo, porque estamos impuestos a guardar cuarentena; a no poder trabajar todos aquellos que no están comprendidos en las tareas esenciales, cuando para muchos de los afectados es no poder acceder a sus fuentes de trabajo y por ello no poder satisfacer sus necesidades básicas; a establecer la sociabilidad que las personas requieren mínimamente como complemento de su forma de vida. Y para qué hacer un largo listado de impedimentos.

Tampoco puedo negar que cuando esto concluya y cada uno vuelva a recuperar el oxígeno del mundo exterior habremos de descubrir que las cosas no son iguales a las que dejamos. No sólo por lo que para el tránsito diario de lo económico toda la pandemia habrá de significar en cada uno de nosotros, y que para unos será muy grave y para otros algo menos; pero en ese aspecto el Covid-19 nos ha enfermado a todos, aunque biológicamente lo haya hecho sólo con una parte importante del colectivo social. 

Fuera de lo económico, las reconstrucciones de los tejidos sociales será también una tarea que demandará buen tiempo y ojalá pueda ser cumplida de la mejor forma posible. 

Algunas instituciones, empresas y personas habrán descubierto que el «mundo virtual» es muy importante y que ha resultado ser exitoso en la emergencia para sortear una infinita cantidad de problemas. De allí, sin embargo, hay quienes obtienen conclusiones equivocadas; o al menos precipitadas. Entre ellas, se ha pretendido convencer socialmente que los empleados del ámbito privado y del público pueden cumplir con eficacia y eficiencia el teletrabajo; que los alumnos de todos los niveles de los ciclos generales han seguido su secuencia del proceso enseñanza-aprendizaje sin mayores complicaciones y disfunciones; que los alumnos universitarios de la mayoría de las carreras han proseguido sus estudios sin grandes inconvenientes. Y tantas otras cosas más. Nada de ello es mentira, todo es parcialmente verdadero.

La cuestión será indagar detenidamente si todo eso, con independencia de las cuestiones puramente operativas -y no querría decir cuasi mecánicas-, que son del puro trámite que toda práctica social estandarizada o no posee, realmente han sido satisfactorias. Sumamos las cuestiones de rutina, no por ello son menos importantes. Sin embargo, el grueso de las cuestiones que he listado tienen aspectos que no son mecánicos ni de rutina y, por lo tanto, han tenido que ser seccionados, ignorados o retirados de esa entrega virtual por el simple hecho de que no se pueden transferir. 

Los más entusiastas del mundo virtual habrán de decir que se cumple con ellas de otra manera, a lo que corresponde decir que, si es de otra manera, se trata entonces de una cuestión diferente y no aqurlla que apreciábamos como sustantiva. Ésa es la obviedad que a veces no se entiende en forma completa.

Por de pronto, quiero señalar que todas las prácticas sociales tienen necesariamente un contexto en el cual ellas se brindan y ese contexto tiene naturales condiciones escénicas que le dan la entidad correspondiente al acto de que se trate. No es lo mismo «estar» en una ceremonia religiosa en un templo que «seguirla» por Zoom. En un ámbito soy un «activo» del marco escenográfico y en el otro soy un «observador» que cada tanto puede llegar a representarse también, como responsable del oficio religioso. 

Podrá indicar la persona que ha participado de la ceremonia que es cierto que lo ha hecho, pero muy difícilmente se ha sentido compelido al acto de contrición que supone dicho momento, cuando a su alrededor el escenario es el doméstico, con las comodidades que pueda tener o no. No se trata de una cuestión de confort, es una definición espacio-espiritual en dicho caso, que no es emulable aunque a su espalda se escuche la interpretación de la misa solemne de Beethoven.

También es cierto que los padres se han convertido de pronto en los instructores de docencia a sus hijos más pequeños (que bien conocemos de ello porque hemos estado a veces enfermos de niños y los días que no estábamos en clase eran suplidos con asistencias domésticas de nuestros padres y no implicaba disminución en nuestro aprendizaje). Pero de allí a creer que lo hecho hasta ahora con el mejor esfuerzo de los padres es lo mismo, próximo o parecido a lo que hace un maestro, es simplemente engañarse. 

No porque los padres no hayan puesto su voluntad y empeño, y las criaturas la parte que les corresponde; sino, de nuevo, son los contextos escénicos de la institucionalidad escolar que han demarcado que en las escuelas primariamente se aprende y ello no es trasladable al espacio doméstico, donde en el mejor de los casos se habrá de reforzar aquéllo. 

Finalmente, para esta mención creo que también habrá que estar muy precavido de las apreciaciones que los tecnócratas de la virtualidad habrán de indicar, lo que no implica despreciar lo que se ha cumplido intermediado por la tecnología virtual. Pues existen espacios que van desde los institucionales hasta los amicales, en los cuales la pantalla del artefacto que sea -PC, tablet o smartphone- nunca es igual al rostro del otro. El rostro siempre es el límite que el otro nos coloca, si lo reconozco pues que respeto a la persona. Si lo sobrepaso, quizás la humille. El rostro de ese que está a nuestro frente nos interpela de tantas formas sin decir nada. Y ello, ninguna pantalla puede emular, puesto que una cosa es poder «ver» incluso «mirar» la imagen de un rostro, pero eso no es dejarme interpelar por el rostro del otro.

Pensemos en temas institucionales judiciales. Por ejemplo, es cierto que los tribunales han cumplido audiencias mediante el modo virtual y que nosotros mismos las hemos revelado en nuestra contribución del día 29/5/2020. Ahora bien, que se puedan haber cumplido exitosamente dichas acciones no significa que ése sea el óptimo al cual hay que tender. Es la emergencia la que impone una transformación de lo que se encuentra institucionalizado como «estable», por una formulación «precaria», lo cual no quiere decir que no se pueda naturalizar lo virtual para ciertas cuestiones menores o que implican traslados innecesarios. 

No es dicho reparo por ninguna falta de legalidad que los actos puedan tener. Ello es completamente salvable. Sino en todos los casos por la desmaterialización de la dimensión antropológica que se produce en las cuestiones que son innatamente humanas. Pongo en duda si dimensiones que se relacionan de tal modo con la experiencia límite que tienen las personas son posibles de ser instrumentalizadas en modo general por el mundo virtual, por ejemplo juzgar, educar, curar. Con mucha más razón toda la pléyade de vínculos no institucionales que establecemos y que requieren de esa relación que nos roza en lo íntimo, así las afectivas y las amicales.

Pues comencé diciendo que nada será igual para nadie cuando todo esto concluya, aunque en realidad también debo decir que las consecuencias serán más severas que el hecho mismo de la enfermedad. Y ello en realidad es lo que siempre ha sucedido en la historia de los pueblos que han sufrido este tipo de acontecimientos biológicos a escala digamos hoy, global. Las pandemias -o pestes como eran nombradas en la antigüedad- han modificado el curso de la historia de los pueblos y de las personas. 

Han caído imperios centenarios, se han fortalecido religiones, han producido aportes sustantivos para la medicina, se han promovido fuertes perversidades en la naturaleza humana y también gestos de fraternidad impensados. 

Deberemos ser cautos en el nuevo territorio pospandémico para no ser colonizados por un mundo virtual que se presente como generoso en eficacia técnica y bajo costo operativo. Todos nosotros seguiremos necesitando durante un tiempo todavía extenso, concluida la enfermedad, de la apoyatura tecnológica, y no debemos negarla pero debemos pensar que ella no sólo sigue siendo provisoria sino que conspira contra lo único que no puede ser reemplazado en el mundo virtual, que es lo humano.

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