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El neoyorkino que vio un corral en el pasaje

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Por Carlos Ighina (*)

Las crónicas de los viajeros constituyen uno de los principales auxiliares para ayudarnos a mejor conocer nuestro pasado histórico. Afortunadamente fueron varios los andariegos memoriosos, dotados de particular agudeza de observación, los que recorrieron estas latitudes y nos dejaron las impresiones de su testimonio escrito.
Uno de ellos fue el estadounidense, nacido en Nueva York, Antonio King, quien visitó Córdoba en las primeras décadas del siglo XIX, cuando aún pugnábamos por organizarnos institucionalmente y las pasiones enfervorizaban los ánimos políticos hasta extremos sangrientos.
A King le llamó la atención el sitio despoblado, a modo de gran pasadizo, ubicado entre la Iglesia Catedral y el edificio del Cabildo, concebido ya en ese rol en el plano de traslado de la ciudad a su actual emplazamiento, bajo la acción ejecutiva de don Lorenzo Suárez de Figueroa, en 1577.
Los ojos del forastero encontraron el lugar tapiado en sus lindes del naciente y del poniente, mientras que las líneas paralelas de muros que conformaban la sede civil y la sede religiosa de la ciudad oficiaban de cerrazón jerarquizada en sus laterales.
A este original cuadrilátero lo describió como corral -en verdad, las viejas referencias presentan el espacio como establo de la caballada policial- “donde son ejecutados los prisioneros condenados a muerte”-.
Ese trecho es entrañable para los cordobeses de todos los tiempos, al que tan breve y precisamente cantara Baldomero Fernández Moreno, la callejuela de Santa Catalina cuando la señaló como “la que en iglesia comienza y en iglesia termina”, haciendo alusión al templo episcopal y al convento de clausura de las monjas que todavía conservan su vida retirada.
A lo largo de su historia, que es la historia misma del poblado del Suquía, el caminillo urbano fue cementerio contiguo a la Iglesia Mayor –allí estuvo enterrado por un tiempo el cadáver de Facundo Quiroga antes de que el riojano partiera en carruaje rojo hacia su destino vertical de la Recoleta-, baldío apto para de la instrucción de reclutas, escenario de crímenes políticos, campo de ejecución de delincuentes condenados y de desgraciados adversarios ideológicos críticos del poder, además de servir como ambientación de época a una película de Hollywood filmada en Córdoba, para lo cual su suelo fue completamente enarenado.

Filmada hacia 1951, sus artistas protagónicos fueron Gene Tierney y Rory Calhoun, connacionales de mister Anthony King, el cronista viajero de marras, quienes vinieron a dar con el pasaje más de un siglo después de la visita del neoyorkino.
Lo cierto es que la callejuela de Santa Catalina, a veces también Pasaje Cuzco, fue conocida de san Francisco Solano, el obispo Trejo, el obispo Mercadillo, el marqués de Sobre Monte, don Santiago de Liniers, el deán Funes, don Manuel Belgrano, don José de San Martín, el general José María Paz, el brigadier Juan Bautista Bustos, Quebracho López, fray Mamerto Esquiú, el presidente Sarmiento, el santo cura Brochero, la alborotada muchachada de la Reforma Universitaria y los combatientes de 1955, entre otros protagonistas, afincados o en tránsito.
De una Córdoba que nunca dejó de hacer historia, el lugar ha significado siempre un solar insoslayable -transitadero, diría Bischoff- para la ubicación de acontecimientos que, en su devenir, fueron jalonando hitos de la personalidad colectiva de los hijos de Cabrera.
King se sorprendió con el diseño del cercado de la corta calleja y con la dramática utilización que se le daba en esos tiempos.
Hoy sigue sorprendiendo a los viajeros con su acumulación de siglos, con el Museo de la Memoria, con su trayecto atravesado por tendederos de rostros en blanco y negro, de cordobeses que ya no están, con las guías de turismo obsequiando sus parlamentos, con una ciudad que crece a diestra y siniestra.
En los mediodías soleados su clima parece detenido en un pasado indefinido, sugerente de un modo de convivencia social muchas veces doloroso, pero también íntimo y acariciante del alma cordobesa, por otras razones, por los contrastes con que se va tejiendo la trama de un pueblo.
Cementerio, corralón, lugar de ajusticiamientos, espacio de injusticias, sitio de encontronazos lacerantes en los avatares de las disensiones domésticas, resguardo furtivo de conspiraciones, inspiración de poetas, acera de personajes populares, causa eficiente de una lágrima y un dolor, atractivo variopinto de una lente fotográfica, motivación de pinceles, caja musical del tañido de las campanas, atajo de citadinos presurosos, bisagra quieta y oxidada entre los simbolismos de la Iglesia y el Estado, que por esas falencias que da el tiempo no se rozan ni se distancian.
Esta “callejuela cristiana”, como también la llamara su bardo, Fernández Moreno, contiene en su ritmo la cadencia de una cargazón de vidas y desprende de los muros inalterables de sus flancos un fluido intemporal que conmueve los espíritus e invita a la cautivante reflexión introspectiva.

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