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El día en que Ray Bradbury derrotó a Joseph McCarthy

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Por Silverio E. Escudero – Exclusivo para
Comercio y Justicia

Ha cumplido sus primeros 100 años Ray Bradbury y no sería justo estar ausente de tamaño fasto. No sólo celebramos al gran maestro de la literatura fantástica sino también al hombre que, cuasi en solitario, escudado en sus más profundas convicciones democráticas y armado de sus lapiceras de pluma y hojas de papel en blanco, enfrenta -por siempre- la locura política, la intolerancia religiosa y todas las dictaduras que conciben orates para esclavizar al género humano.

Su obra -genial en sí misma- se destaca en los anaqueles de todas las librerías y los bibliófilos disputan cientos de ediciones especiales que han sido ilustradas por artistas excelsos. Esa misma obra que de inmediato pasó a integrar las listas de libros prohibidos por las religiones y los partidos políticos que le dan contenidos sectarios a la derecha autoritaria en el mundo. 

También aquellos otros que, disimulando sus intenciones debajo de cierta carnadura democrática, se sostienen en el poder por la eficacia de poderosos aparatos de espionaje interno que promueven la delación; que se sirven de la existencia de fuerzas parapoliciales y/o paramilitares, promoviendo la instalación de campos de trabajos forzados, prisiones clandestinas y un largo etcétera, y que, acompañado por eficientes aparatos de propaganda, promueven uniformar ideas con discursos pseudolibertarios.

Bradbury fue -es y será- uno de los más poderosos íconos para un sinnúmero de generaciones. Algunos, los que ya transitamos nuestro tramo final, nos sorprendemos al descubrir en plazas y parques a niños que apenas comienzan a transitar la adolescencia apasionados con Crónicas marcianas, libro en el que Bradbury los sumerge (como ocurrió con todos) en los misterios más profundos del alma humana para hacerlos testigos-protagonistas de una de las hazañas más apasionantes de la humanidad: pensar.

Si Crónicas marcianas resultó imprescindible a la hora de adquirir el hábito y la pasión por la lectura, para Jorge Luis Borges reflejó una extraordinaria sorpresa que deja patentizada en su prólogo. Así describe ese momento nuestro “Sumo Sacerdote de lo impensado”: “¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad? 

¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo «fantástico» o a lo «real», a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte. ¿Qué importa la novela, o novelería, de la science-fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis en Main Street.”

Una larga serie de descubrimientos han sido abrigados por la lectura del maestro de Illinois. De los trabajos febriles del estudiante a quien se le cerraron las puertas de las universidades, para subsistir, hasta la decisión de educarse asimismo en las queridas bibliotecas barriales, en nuestras, por siempre, portentosas bibliotecas populares que sufren todo tipo de atropello por los gobiernos que personifican en ellas a sus enemigos. Enemigos que enseñan a leer, pensar, discernir, polemizar y hasta defender con pasión las convicciones más profundas.

A veces pienso -y no recuerdo- cómo fue la ceremonia iniciática que presidió Felipe, mi antiquísimo y mítico librero, cuando cargó en mi morral a Fahrenheit 451: la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde. Tardé muy poco tiempo en regresar en busca de un diccionario distinto del que usaba para mis tareas escolares. 

Quizá en algún rincón de la Casa Grande sobrevive aquel cuaderno donde anoté centenares de dudas.

Fahrenheit, esa excepcional novela según aprendimos luego, fue construida a partir de los desatinos que cometía el nazismo en Europa. El motor principal quizá haya sido la noticia de que el 10 de mayo 1933, cientos estudiantes nacionalsocialistas quemaron miles de libros en la Opernplatz de Berlín, ante una multitud vociferante calculada en 70 mil personas. 

Esa orgia de violencia -transmitida a los hogares alemanes a través de la radio- indignó a hombres y mujeres libres, cuando se enteraron de que entre la pila de libros lanzados a las llamas figuraban obras maestras de la literatura infanto-juvenil. 

Los autores de ese hecho, escudados en la necesidad de preservar a Alemania “contra la decadencia y la corrupción moral”, celebraron como si se tratara de una misa infernal. 

Joseph Goebbels fue el oficiante. En una encendida perorata aseguró: “Hombres y mujeres de Alemania, la era del intelectualismo judío está llegando a su fin y la consagración de la revolución alemana le ha dado paso también al camino alemán”.

La respuesta al burócrata está contenida -para el que sepa leer y comprender- en las primeras líneas de Fahrenheit. Más allá de las múltiples respuestas que podemos farfullar a la misma pregunta, están las que ensayó nuestro querido invitado. En una de sus divertidas explicaciones, dijo que la principal inspiración para Fahrenheit 451 apareció cuando caminaba con un amigo y un coche de policía se detuvo. “El policía salió y nos preguntó ‘¿Qué están haciendo?». Bradbury explicó que ellos estaban caminando («poner un pie delante del otro» fue su primera respuesta «inteligente»). Al policía no le gustó. 

«¡No lo vuelvas a hacer!» le dijo a Bradbury, lo que enfureció tanto al escritor que se fue a casa y escribió el cuento El peatón (The pedestrian), imaginando una época en la que todos los que caminaban eran considerados criminales. Más tarde, tomó su «cochecito criminal de medianoche» para otro paseo por la ciudad del futuro que fundó para ambientar Fahrenheit.

La construcción de la novela fue una tarea cuasi ciclópea. Editarla, una labor para auténticos titanes. En Estados Unidos, la persecución de la industria cultural y política que había impuesto el senador Joseph McCarthy cerraba las puertas de todas las imprentas. 

Es que el nombre de nuestro autor ya figuraba a la cabeza de la nómina de intelectuales a  quienes se acusaba de ser comunistas y apátridas.

Hasta sus amigos más fieles y su parentela le dieron la espalda. El clima de delaciones y falsas denuncias se profundizaba. Así se vaciaron universidades y laboratorios estadounidenses, cuyos estudiosos y científicos encontraron refugio en México, Francia, Holanda y Gran Bretaña.

Arthur Miller, desde la literatura, encabezó la resistencia. Escribió y estrenó, en 1953, Las brujas de Salem. Contemporáneamente, Bradbury, con un pequeño grupo de libertarios -narran algunos biógrafos de Richard Nixon-, montaron escaparates en parques y paseos donde Fahrenheit se vendía como “pan caliente”.

La tarea comenzó el 30 de agosto de 1953 y lo llevó tres veces a la cárcel. Cada vez que recuperaba su libertad, una creciente multitud de ciudadanos libres desafiaban el clima de opresión que había impuesto el senador McCarthy, oriundo del estado de Wisconsin. Él  presidía el tristemente célebre Comité de Actividades Antiestadounidenses, organismo dependiente de la Cámara de Representantes cuya actividad se remonta a finales de la década de 1940 y principios de los 50. McCarthy fue el organizador y principal promotor de ese comité.

La última dictadura argentina, en honor a uno de sus máximos inspiradores, organizó el 30 de agosto de 1976 la quema de millones de libros y el vaciamiento de todas las bibliotecas argentinas. 

La cárcel no alcanza para juzgar tamaños crímenes de lesa humanidad.

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