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Dos siglos de un fiel reflejo de nosotros mismos

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Por Luis R. Carranza Torres

La nación argentina no surgió por generación espontánea ni tampoco resulta una entidad antojadiza. Se trata de un conglomerado humano transgeneracional, en evolución a través de varios siglos.

Tratar de determinar cuándo surgió reúne iguales dificultades en su contexto que determinar cuándo el ser humano puede ser considerado tal y no un australopithecus.

Es que las naciones, como las personas, no salen de un repollo. Y a diferencia de los seres individuales, las entidades sociales se engendran, gestan y dan a luz por sus propias reglas y fenómenos sociológicos, generalmente extensos en el tiempo, sin tener una fecha de parto propiamente dicha.

Pero si hemos de señalar un momento de nuestra historia en que nos asumimos como tales, argentinos con lo bueno y lo malo de tal categoría nacional, ha sido con la convocatoria, elección y posterior instalación en la ciudad porteña de la Asamblea General Constituyente de las Provincias Unidas del Río de la Plata, en el año 1813.

Y ello no es tanto por sus fines de proclamar la independencia de la corona española y dictar una Constitución, sino por la forma que asumió: fue la primera vez que se eligieron diputados representantes «de la Nación», y no de los cabildos, ciudades, provincias o caudillos. Por lo mismo, aun los cabildos en que había sido formalmente realizado el acto eleccionario carecían de la potestad de reemplazarlo o cesarlo.

En su haber se halla haber podido plasmar, en una serie de acertadas medidas, el sustrato de lo que hasta hoy resulta nuestro mínimo común denominador nacional: la libertad e igualdad (libertad de vientres, liberación de tributos especiales a los indígenas, eliminación de mayorazgos y títulos de nobleza) y el respecto por la dignidad humana (abolición de la inquisición, prohibición de la tortura y del tráfico de esclavos).

Tampoco fue menos su actividad en cuanto a las formas de un Estado a futuro: estableció el escudo nacional que hoy tenemos, encargó la composición del que hoy es nuestro himno, implementó la primera política monetaria mediante el acuñamiento de moneda propia y se decidió por un ejecutivo unipersonal (el Directorio) en reemplazo de las formas colegiadas que se habían tenido hasta entonces (Junta de Mayo, Junta Grande y Triunvirato). También una modalidad que persiste impertérrita hasta nuestros días.

No es menor, aunque generalmente pasa desapercibido, el acierto de la manera en que trató el tema de la esclavitud. Una práctica que había llegado a no ser moralmente posible de continuar pero que traía consigo una carga social, económica y jurídica de siglos. La medida de la Asamblea del Año XIII de extinción paulatina de la esclavitud, suprimiendo a futuro la condición pero respetando derechos adquiridos con anterioridad a la fecha del dictado de la medida, ha sido elogiada en círculos especializados como la mejor de las soluciones posibles en su tiempo. «Ojalá nosotros hubiéramos actuado de la misma forma. Nos hubiera ahorrado una guerra civil», me dijeron alguna vez en Estados Unidos.

Omití decir a mi interlocutor que la medida fue tomada porque no existía el dinero para indemnizar a los dueños de los esclavos ya existentes. A ello se le sumaban las protestas de Brasil por el temor a una fuga masiva de sus esclavos a territorio argentino.

En el debe de la asamblea está el haberse dividido, por cuestiones de poder, entre alvearistas y sanmartinistas, perdiendo por goleada estos últimos. También, en no haber querido integrar a José Gervasio Artigas y sus ideas federales en su seno. Uruguay es hoy un país independiente por una sucesión de errores que principiaron con la no aceptación de los diputados de la Banda Oriental.

Como todo lo político entre nosotros, su existencia fluctuó desde tener una autoridad superior a cualquier otra en los primeros meses de 1813, siendo «soberana», hasta no reunirse casi durante la segunda mitad de 1814, ninguneada por el propio Directorio que ella creó como ejecutivo.

En suma, la Asamblea del Año XIII, como comúnmente la conocemos, fue en sus aciertos y sus errores, en sus logros y en sus fallos, una muestra cabal de nosotros mismos.

De lo que éramos pero, en especial, de aquello que queríamos llegar a ser. No fue poca ni menor su obra. Pero su principal legado fue poner como deuda a futuro en la conciencia de todos, aquello que no llegó a realizar: declarar la independencia y dictar una constitución para los argentinos. Tres años después se logró lo primero, pero hubo que esperar treinta y nueve años, y toda una generación, para empezar apenas a efectivizar lo segundo.

Una muestra más de que existía una embrionaria conciencia de nación abriéndose a paso lento en los espíritus de todos. Incluso en los de sus detractores.

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