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De asesor del virrey a fugitivo

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Manuel Antonio de Castro. Un personaje poco conocidoLa política determinó su actividad jurídica, lo que complicó por demás su existencia.

Por Luis R. Carranza Torres

A Manuel Antonio de Castro le tocó ejercer la profesión de las leyes y desempeñar la judicatura en tiempos por demás ajetreados y revueltos. No es muy recordado por nuestra historiografía, a pesar de haber sido un participante en casi todos los eventos, antes y después del período revolucionario del sur del cono sur. Desde la  Revolución de Chuquisaca en 1809 a los primeros intentos de dictar una Constitución de los argentinos, pasando por las jornadas de Mayo de 1810, estuvo en todas. Aunque, claro está, no siempre en el mismo bando.

Nacido en Salta en 1772, estudió Teología en la Universidad Mayor de San Carlos en Córdoba y se doctoró en «ambos derechos» (secular y eclesiástico) en la Universidad Mayor Real y Pontificia de San Francisco Xavier, en Chuquisaca. Hasta 1810 fue realista, desempeñándose primero como secretario del presidente de la Real Audiencia de Charcas y luego en Buenos Aires, tanto en la práctica privada como una suerte de asesor letrado oficioso del virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros.

Precisamente, su venida de Charcas a la capital virreinal, donde pronto se destacó como uno de sus abogados principales, tuvo mucha relación con sus posturas a favor del régimen virreinal y en contra del naciente movimiento emancipador. En sus propias palabras, dicho cambio de domicilio fue determinado por la persecución hacia su persona por parte de «cholos y demás tumultuarios» que comenzó a experimentar luego de los sucesos del 25 de mayo de 1809 y, en particular, por la cruenta represión que se propició luego, en la que Castro debió tener parte, en virtud de su cargo.

Instalada la Primera Junta patria, Manuel de Castro siguió brindando consejo jurídico al depuesto funcionario. Las nuevas autoridades pensaban que proporcionaba aún algo más, y que participaba en una conspiración para derrocarlas. Su intercambio epistolar, por canales privados con jefes realistas en el Alto Perú, lo hacían particularmente sospechoso.

Percibían asimismo la pluma de Castro tras las diversas peticiones jurídicas que presentaba el depuesto Cisneros «pidiendo testimonio del expediente actuado sobre su cesación en el mando y certificado de protesta que hizo ante la diputación de ese cuerpo cuando se le exigió la renuncia el 25 de mayo de 1810 en obsequio de la tranquilidad pública». Y estaban en lo cierto.

Ezequiel Abásolo revela en su semblanza del personaje, en la obra colectiva Revolución en el Plata, las alternativas de este conflicto que escaló de intensidad conforme pasaba el tiempo.
Citado oficialmente a dar explicaciones, Manuel de Castro negó toda actividad, jurídica o de otro tipo, a favor de Cisneros. Expresó que «cuando se trasladó Su Excelencia del Fuerte a la casa particular que ha habitado, ha ido el declarante algunas veces pero siempre en público por atención y vía de agradecimiento».

Obviamente, no le creyeron. La frecuencia de tales visitas, sumada al carteo ya aludido, no se condecía en lo más mínimo con que «las conversaciones que ha tenido así con Su Excelencia como con la Señora su Mujer han sido siempre muy moderadas sin tocar en cosa que perturbase el orden público ni el gobierno».

Decidida a hacer cesar el peligro, la Junta dispuso aprehender tanto al antiguo virrey como al asiduo abogado que lo visitaba. Fundamentó tal medida tanto en «repetidas denuncias» sobre la conspiración, como en el hecho de que existían “vehementes presunciones de que el Doctor Don Manuel de Castro, abogado fugitivo de la Ciudad de Charcas, y residente en esta Ciudad se ha constituido en internuncio de órdenes y noticias relativas a fomentar la división entre los Pueblos interiores y la Capital».

La ejecución de la orden de apresarlo en su domicilio y confiscar sus papeles privados fue llevada a cabo por José Darregueira, conjuez de la Audiencia virreinal que todavía sobrevivía.

El procedimiento se practicó a las once y media de la noche del 24 de junio de 1810.
La actitud del letrado no fue de colaboración, ni mucho menos. «Temeroso de un insulto a nombre de la justicia», como diría después en el acta judicial que registró el procedimiento, intentó huir por los fondos de su casa, saltando por los techos. No lo acompañó en ello la fortuna, lastimándose el pie derecho en el intento, a resultas de lo cual quedó «todo su cuerpo sumamente estropeado», es de suponer que por el porrazo respectivo.

Como cíclicamente demuestra la experiencia histórica, ser un abogado hábil no hace adquirir necesariamente la habilidad para ser un buen fugitivo.

En ese punto, y cuando todo parecía negro en su futuro, entraron a tallar en la cuestión sus amistades con Castelli, Moreno y Monteagudo. Cómo eso enderezó su mala estrella, lo veremos en la próxima entrega.

 

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