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Argentina y la corrupción 2009-2021: un país en estado de sospecha

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Por Armando S. Andruet (h) twitter: @armandosandruet

Días pasados, he tenido el gusto de participar en una entrevista periodística en la cual el tema que nos convocó a varias personas fue el Informe sobre Corrupción 2021. El documento fue realizado por el Foro de Estudios sobre la Administración de Justicia (Fores) a solicitud del Mecanismo de Seguimiento de la Implementación de la Convención Interamericana contra la Corrupción (Mesicic), especialista de la Organización de los Estados Americanos (OEA). El Mesicic se ocupa de hacer el seguimiento respectivo del cumplimiento de la Convención Internacional sobre Corrupción y las recomendaciones que fueron brindadas para nuestro país en 2009.

El evento estuvo coordinado por el licenciado Iván Ruiz, del diario Infobae, junto a Marcelo Octavio de Jesús, ex presidente de Fores y director de ese informe; por la Cámara de Comercio de EEUU, mediante su directora de Gestión, Daniela Martin, y por el Instituto de Ética y Transparencia de la mencionada cámara, representado por el presidente del Comité Ejecutivo, Néstor García, CEO y presidente de KPMG Argentina; además de Delia Ferreira Rubio, presidenta de Transparencia Internacional, y quien escribe, como consejeros de dicho instituto. 

El objeto del encuentro fue dialogar acerca del estudio Un país en estado de sospecha. Argentina y la corrupción 2009-2021. El extenso documento cuenta con un informe ejecutivo de donde tomamos ahora algunas referencias para ilustrar.

Allí se indica que los capítulos que fueron considerados y elevados al Mesicic fueron sobre los siguientes temas: Enriquecimiento ilícito, Soborno, Soborno transnacional, Secreto bancario y Denegación de beneficios tributarios por gastos en corrupción. Para el estudio, Fores realizó la consulta de 10 bases de datos.

Como principal hallazgo de la investigación, se advirtió con tristeza, por ejemplo, que entre los años 2009 y 2021 se iniciaron aproximadamente 1.500 causas por sobornos y/o enriquecimientos ilícitos, de las cuales sólo existen 13 condenas y que queda un remanente muy importante de causas que dejan a las personas en un estado de verdadera sospecha, puesto que tampoco han sido declaradas inocentes.

Este aspecto, junto con otros que se desprenden del informe, hacen comprender el título que éste lleva: Un país en estado de sospecha. Con ello a la vista, es un alto desafío poder pensar la República Argentina como un país donde sea posible hacer transacciones y negocios que, como tales, son lo que centralmente le importa al mundo del comercio y la empresa. Aunque, en rigor, dicho hallazgo está delatando la existencia de un problema más grave que lo estrictamente comercial, como es el estado de inseguridad jurídica en el cual quedan subsumidas las relaciones de los ciudadanos ante el derecho y la justicia. 

No es un dato accidental señalar que en el Estado de derecho constitucional la mayoría de las personas involucradas en procesos penales por corrupción no recibe condenas y quede bajo la categoría de sospechosa. Es la prescripción de la causa lo que ha favorecido a los involucrados, o su fallecimiento, el exceso de plazo previsto por la jurisprudencia internacional para la investigación (20 años) y hasta incluso por el deterioro de pruebas principales en el pleito. 

Tal como se puede apreciar, dichas variables se ubican en un claro estado de desinterés -o paradójicamente por un inocultable mayor interés- de los tribunales por avanzar en tales materias. Todo lo cual extiende un plazo promedio de resolución de tales cuestiones en no menos de 10 años.  

El informe también ha puesto de relieve la dificultad que las instituciones tienen en nuestro país para brindar registros estadísticos confiables y, a la vez, que éstos tengan una periodicidad que permita hacer una hipotética línea de tiempo, para poder hacer con ella la adecuada trazabilidad de los asuntos. 

El documento también pone en grado de información un mecanismo fragmentario que utilizó el Consejo de la Magistratura nacional para hacer la importante auditoría sobre corrupción (2018) en los tribunales, cámaras federales y tribunales orales. En él no se hace medición del tiempo total de duración de una causa desde su inicio hasta el fin, sino que se la parcializa en las diferentes instancias en que una causa ha estado y establece un tiempo de tres años y medio por proceso. 

Y que, si bien es un modelo utilizado administrativamente, no resulta ser el más feliz para visualizar con transparencia, justamente, la morosidad o prontitud en la resolución de los expedientes. 

Dicho tipo de mecanismos -hay que recordar- no es nuevo sino que los cultores de la mala burocracia lo han sostenido en diversas ocasiones, y por él se termina diluyendo la responsabilidad que corresponde a la institución, en este caso el Poder Judicial y quien ejercita su gobierno. Al fraccionar en dichas instancias la temporalidad de las causas, se procura una vía para la “des-responsabilización”.

El Poder Judicial como institución es responsable por una causa en su conjunto y no puede invocar ser menos responsable porque un juez fue célere y una cámara fue morosa. Son maneras técnicamente suficientes de brindar una información las que ha usado el consejo, apunta el documento, pero no son las que ofrecen mayor transparencia, al menos para estos fines.  

Como no podía ser de otro modo, el informe golpea de lleno en las razones del porqué de los niveles de confianza en el Poder Judicial argentino, especialmente en el ámbito de la Justicia federal/nacional. Sin perjuicio de que existen jurisdicciones provinciales que acusan problemas similares (oscilan en un porcentaje cercano a 80% de desconfianza), cuando en los países que tienen una cultura legal robusta se ubica dicho nivel de desconfianza en 40% o incluso en menos.

Huelga indicar que la pérdida de confianza en el «sistema de justicia» se integra por dos columnas centrales: i) el «sistema de administración de justicia», que en realidad se corresponde con lo que habitualmente conocemos como la estructura de un poder judicial (edificios, parques informáticos, normas, competencias, resoluciones); ii) el «servicio de justicia», que se asocia con la infraestructura de todo Poder Judicial y que, como tal, no puede ser sino la independencia, imparcialidad e integridad de sus integrantes: jueces/zas, funcionarios/as y agentes. 

Por lo cual, frente a la contundencia del informe, difícilmente se pueda achacar que sólo sea alguna de estas dimensiones la que está fracasando, sino que en rigor deben ser ambas las que funcionan mal. 

Sin perjuicio de ello, el estudio puntualiza que, en términos generales, el sistema legal dispuesto en el país es acorde con los ejes generales y, por ello, suficiente. Por lo tanto, con capacidad de poder brindar resultados satisfactorios. 

Con lo cual, el problema parece ubicarse en otro lugar. Esto es, en el «servicio de justicia», en definitiva en los hombres que encarnan la función de cumplir con el acto de juzgar y/o investigar.

Si ello es así, la cuestión debe ser relocalizada en el ámbito que desde el año 1994 tiene a su cargo los procesos de selección y proposición de los mejores aspirantes a ocupar plazas judiciales. Materia ésta que a lo largo de los años se ha visto severamente opacada, entre otras cuestiones, porque muchos de los candidatos seleccionados por concursos han ventilado públicamente cuestiones que ponen en duda la transparencia de éstos.

Además, por haberse convertido dicho ámbito institucional en un espacio de negociaciones entre partidos políticos oficialistas y no oficialistas, para lograr la realización de la proposición del candidato propio. A ello se suma una similar forma de operar cuando de la destitución de los magistrados se trata.

Sobre la década del 90, Carlos S. Nino se ocupó de considerar un cierto estado del arte respecto al sometimiento a la ley de los argentinos. Así produjo el ya clásico libro Un país al margen de la ley, en el que muestra razones de la anomia que nos ha caracterizado. El presente informe, 30 años después, lleva por título Un país en estado de sospecha y, como tal, suma a la anomia y la falta de acción en el «sistema de justicia», sea ello en su estructura o infraestructura. 

La reflexión que uno debe hacer, con delicadeza pero con igual firmeza: si acaso ambas situaciones ya están naturalizadas en la práctica socio-judicial y no son modificadas, nuestro destino será el de un «país ficcional», puesto que todo parecerá lo que no es. 

Las instituciones estarán allí, como lo están hoy, pero lo que no habrá es la realización de la institución por hacer que el imperio de la justicia sea posible. Todo será una suerte de escenografía de falseamiento del Estado de derecho, en la que naturalmente habrá beneficiados y perjudicados, pero claramente lo que no habrá es igualdad ante la ley.

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