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Apodos jurídicos

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No pocas veces tienen más uso que el mismo nombre. En todos los tiempos, la práctica del derecho ha sido materia pródiga para tales denominaciones.

Por Luis R. Carranza Torres

En ningún lugar de la historia los apodos jurídicos han sido tan pródigos como en la antigua Roma. Uno de sus casos más emblemáticos es el de Marco Tulio Cicerón, uno de los abogados más destacados de Roma. «Cicerón» no era otra cosa que el apodo, palabra derivada de “cicer”, que significa guisante; se discute si era un apodo familiar o sólo de Marco Tulio. También en cuanto a su origen las opiniones distan de ser pacíficas: según unos es por dedicarse su familia al cultivo del guisante; según otros, por tener una verruga en la nariz con esa forma. Sea como fuere, Cicerón estaba orgulloso de su apodo genérico y, cuando al comienzo de su carrera pública en el foro sus amigos le aconsejaron cambiarlo, se negó rotundamente -según nos cuenta Plutarco en su biografía-.

Otras veces, la imposición del apodo ha sido un acto oficial de la más alta autoridad del Estado. Tal fue el caso del jurisconsulto Paulo, contemporáneo y rival de Ulpiano, con quien comparten, a partes casi iguales, la mayoría de las citas en el Digesto de Justiniano. Sirvió como jurista bajo el reinado de los emperadores Septimio Severo y Caracalla. Otro emperador, Alejandro Severo, lo nombró su consejero en la materia entre los años 228 a 235, llegando a ser prefecto del pretorio. Por el carácter medido y equilibrado de sus pareceres jurídicos, el emperador Gordiano III elevó su apodo de Prudentissimus a la calidad de un título honorífico.

Muchas veces el apodo pasaba a transformarse en nombre e inclusive en apellido. Tal es el caso del jurista clásico Quintus Cervidius Scevola. Escévola o Scévola significa “zurdo” en la lengua de los césares y respondía al apodo dado a su antepasado Cayo Mucio, héroe en la guerra entre etruscos y romanos, quien salvó Roma de un asedio saltando sus muros en la noche para infiltrarse en el campamento enemigo buscando matar al comandante y rey enemigo, llamado Porsena. Pero fue descubierto y rodeado por la guardia real. Al ser amenazado de muerte por el rey si no delataba a sus compañeros en la misión, Cayo Mucio introdujo su mano derecha en un brasero que tenía a su lado, exclamando con total impasibilidad: «Poca cosa es el cuerpo para quien sólo aspira a la gloria», según consignó Tito Livio en sus Décadas. El rey enemigo, admirado de su coraje, le perdonó la vida y levantó el sitio de Roma, temeroso de que los demás fueran tan terribles como él.

Por quedar su mano derecha inutilizable, Cayo Mucio se ganó el apodo de Scevola, que luego pasó a transmitirse a sus descendientes como un cognomen ex-virtue.

Otros apodos forales romanos han sido: calvus (calvo), felix (afortunado), graeculus («pequeño griego», que era un insulto), invictus (invencible), lentulus (lento), pernix (veloz) o pertinax (tenaz).

Prueban, todos ellos, que los romanos no sólo nos legaron su idea del derecho sino que con él vino incluida esa particular costumbre de andar repartiendo apodos en la práctica jurídica.

Un sobrenombre en cada estudio
Podremos seguir este derrotero por quienes tenemos más cerca y de cuyas imposiciones somos responsables. “Tibu” es el apodo de una conocida y prestigiosa amiga y colega, especialista en cuestiones de familia, salud y bioética. Cada tanto, alguien pregunta respecto de su significado: no es más que la abreviatura del título de la saga cinematográfica de un, por entonces, joven director -Steven Spielberg-: Tiburón. Alude a lo sorpresivo, pertinaz y concluyente de la conducta de dicha letrada quien, como el escualo en cuestión en la película, surge de la nada con una postura sólida, y cuando apunta en un pleito con esa aleta, no para hasta terminar por ganarlo, por knock-out o por puntos. Bien lo saben quienes la han tenido de contraparte: es más fácil conseguir sacudirse de encima un misil inteligente de cuarta generación, que ella deje de perseguir un objetivo que se fija.

Otro de los creados por propia mano es el de “Pebbles”, también otra colega y amiga, dedicada a los temas derecho de la educación y del trabajo, pero de bajo perfil en el foro. Encuentra su sentido en la similitud de conductas con Pebbles Flintstone, la pequeña hija pelirroja de Pedro y Vilma Picapiedra. Ya que, al igual que el dibujo animado y aun siendo rubia seminatural -ya que cada tanto le pega una ayudita química a la naturaleza-, la susodicha lleva a cabo sus movidas jurídicas de ajedrez con el mismo sigilo que el dibujito de Hanna Barbera sus travesuras de niñita terrible.

También se lo pusimos porque la preferimos ver siempre como Pebbles, sonriente, despreocupada y abierta ante la vida antes que adusta, replegada sobre sí y desilusionada, como le ocurre cuando la justicia parece no dar respuestas o la vida genera sinsabores.

Uno de los ámbitos jurídicos de nuestro medio más fecundo en la materia es el penal. Y allí tenemos, entre los apodos actuales y los históricos, el “Mono Sabio”, el “Jetón”, “J.R.” o el “Hombre del Moño Rojo”.

El ámbito universitario no ha sido tampoco ajeno a la práctica. Un histórico referente del derecho civil fue denominado en su tiempo como “el Oreja”, por el tamaño de sus pabellones auditivos. Otros, directamente se han hecho cargo de la imposición social y hasta han firmado las misivas informales con su apodo. Por caso, “el Bicho”.

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