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Un escultor de los derechos humanos

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Por Luis R. Carranza Torres

Su preocupación por la humanidad dio forma y estructura al gran avance jurídico del siglo XX

René Cassin es, probablemente, el jurista francés más destacado del siglo XX y uno de los principales en Europa durante ese mismo período.
Nació el 5 de octubre de 1887 en Bayona, en una familia judía de ideología liberal con raíces germano-alsacianas, españolas e italianas. Tal coctel de aportes culturales sería determinante en su formación intelectual. Estudió Derecho y se licenció en 1919, convirtiéndose luego profesor en Aix-en-Provence, Lille y París.
Su participación militar en la Primera Guerra Mundial fue breve: herido de gravedad en octubre de 1914, debió abandonar el frente. Su posterior actuación durante el conflicto en ayuda a las víctimas de la guerra no terminó con el conflicto y lo llevó, a principios de 1918, a ser uno de los fundadores de la Unión Federal de Antiguos Combatientes y Víctimas de Guerra, de la que fue elegido presidente en 1922.
También, como parte de los esfuerzos de reconciliación, organizó diversos  encuentros entre veteranos de guerra franceses y alemanes. Cassin no era pacifista, aceptando la necesidad de la guerra en resguardo de determinados valores supremos, pero fue de los primeros en entender que la paz debía ser construida mediante la creación de organizaciones internacionales y la adopción de medidas activas en su favor.
Era, también, un ferviente patriota galo aunque con una orientación internacional, convencido de que Francia tenía una misión cultural e ideológica en el concierto de las naciones del mundo. «Francia no es una nación como las demás», dijo en una conferencia ante veteranos de guerra, dando como prueba de ello que personas de 26 países se habían sumado al ejército francés durante la Primera Guerra Mundial, en virtud de que: «Encarnamos un ideal de libertad, de independencia y de humanitarismo».
Puso su esfuerzo en lograr que la Sociedad de Naciones fuera un órgano internacional en pos de la paz. Desilusionado, se retiró de ella luego de los acuerdos de Munich de 1938, que dejaron a Checoslovaquia a merced de Hitler. Es «una gran máquina sin motor», escribiría apesadumbrado, para luego advertir: «El servilismo no trae la paz, sino que conduce a la guerra».
Tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la invasión de Francia por los alemanes, rechazó la creación del estado satélite de Vichy y se unió al exilio en Londres del general De Gaulle, desempeñándose como una suerte de ministro de justicia del gobierno provisional. Allí pergeñó una constitución republicana que garantizaba los derechos humanos y representó al gobierno francés en el exilio en la War Crimes Commission fundada en 1943 por los aliados para documentar los crímenes del régimen nazi con vistas a su juzgamiento una vez terminada la contienda. Además, dotó a la jurisdicción militar francesa de competencia judicial sobre los crímenes de guerra, no sólo en territorio francés sino en cualquier territorio. Fue la primera vez en la historia que se postuló normativamente el principio de justicia universal respecto de las violaciones de derechos humanos.
Veintiocho familiares suyos fueron víctimas del holocausto. Sin embargo, en su pensamiento, el antisemitismo nazi era parte de un proyecto más amplio: «El objetivo principal de Hitler era el exterminio de los judíos, pero eso también era parte de un ataque a todo lo que representaba la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad. En el fondo, el racismo de Hitler era un intento de eliminar los principios de la Revolución Francesa». Luego de la guerra tomó parte en el afianzamiento de la novel Organización de la Naciones Unidas y de varios de sus organismos claves como la Unesco y el Comité de Derechos Humanos. A pesar de desempeñar por la época la presidencia del Consejo de Estado francés, volcó sus energías a la formulación de un documento que sintetizara los valores universales del ser humano. Como dijo Gonzalo Fernández en una conferencia del Instituto de Historia de la Academia de Derecho, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 le debe no sólo la redacción de su borrador final sino también el haber dotado a lo resuelto en forma colectiva por la comisión elegida al efecto de un método expositivo claro y la inclusión en categorías de los distintos derechos.
Un año antes, en 1947, creó el Instituto Francés de Ciencias Administrativas (IFSA, por sus siglas en francés), asociación de utilidad pública de la que fue su primer presidente, con un peso crucial en la formulación del derecho administrativo galo de la postguerra.
Intervino asimismo tanto en la Convención Europea de Derechos Humanos de 1951 como en la creación del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, donde -además- desempeñó tareas desde 1960 hasta 1968, primero como juez y los últimos tres años como su presidente. En 1968 le fue concedido el Premio Nobel de la Paz, fundando al siguiente año, en Estrasburgo, el Instituto Internacional de Derechos Humanos. Murió en París el 20 de febrero de 1976, siendo sus cenizas depositadas en el Panteón, con funerales de Estado. Francia y el mundo le debían bastante en varios rubros. Una prueba de la polivalencia de su vida y de cómo magistralmente supo compaginar posturas hasta entonces al parecer opuestas: una idea de Estado fuerte con libertades robustas para sus ciudadanos, la doctrina jurídica con su implementación práctica, un nacionalismo apasionado con un internacionalismo comprometido y, como nos expresa Rainer Huhle en su semblanza para el Nürnberger Menschenrechtszentrum, «el rigor judicial con la empatía humana». Habilidades que no pueden pasar indiferentes, en el actual momento de nuestra historia, tan dado a los ultraísmos extremistas.

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