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Una sentencia a medida

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Una pena írrita, porque primó la política sobre la justicia, abrió el camino al peor de los futuros

Por Luis R. Carranza Torres

El primer día de abril de 1924, el Tribunal Popular de Baviera, actuando bajo la normas de la Ley de Protección de la República, dictó sentencia en la causa seguida contra Adolf Hitler y otros prominentes nazis por su participación en la intentona de golpe de Estado del 8 de noviembre del año anterior, que pasaría a la historia como el «Putsch de Munich».
La sala estaba repleta de gente, al igual que las afueras del edificio donde sesionaba el tribunal. No era su sede habitual. Por cuestiones de seguridad, el proceso se había desarrollado en el interior de una unidad militar, en Munich.
La participación de los acusados en actos de quebrantamiento del orden constitucional estaba más que probado. El nombre del delito era, en la denominación de la época, «alta traición».
Sin embargo, lo que era un caso claro de golpismo se había transformado en algo muy distinto. La actitud pasiva del tribunal había permitido que el principal acusado, Hitler, usara las sesiones del juicio como una tribuna política para darse a conocer, al tiempo de acusar de traidores al gobierno de Bavaria, a la República de Weimar y a todo aquel que no concordara con sus ideas extremistas.
Tal «benevolencia» judicial se hizo igualmente palpable en la sentencia. Erich Ludendorff, mariscal y héroe de la Primera Guerra Mundial, fue declarado inocente. Wilhelm Frick fue sentenciado a 15 meses de prisión de ejecución condicional y despedido de su trabajo en la policía. Ernst Röhm tuvo igual pena, que tampoco cumplió. Heinz Pernet recibió la misma pena, 15 meses, y fue liberado luego de cumplir cuatro. Robert Heinrich Wagner fue sentenciado a 18 meses de prisión, de los que cumplió solo dos y medio. Igual pena y modo de cumplimiento tuvo Wilhelm Friedrich Karl Brückner.

Hitler, junto a Hermann Kriebel, Friedrich Weber y Ernst Pohner, recibieron una pena de cinco años de prisión y una multa de 200 marcos de oro. Muy, muy lejana de la prisión de por vida que preveía la ley.
Nada más lejano de la Sección 81 del Código Penal alemán vigente, que castigaba la alta traición con prisión de por vida. Aun de mediar «circunstancias atenuantes», debía imponerse al menos cinco años de prisión.
El diario Times de Londres fue el que mejor resumió el estado de ánimo general frente al fallo: «El juicio ha demostrado que sea como fuere conspirar contra la Constitución del país no se considera un delito grave en Baviera».
Que tres de los jueces fueran proclives a los nazis pudo haber tenido alguna relación con tal forma por demás particular de condenar. El presidente del tribunal, por ejemplo, Georg Neithardt, se afilió al partido nazi luego de alcanzar éste el poder en 1933, y fue nombrado por su antiguo condenado, Hitler, como presidente del Tribunal Superior Regional de Munich. Casualidades de la historia… o no tanto.

No eran los únicos favorables. El público mayormente estuvo de parte de Hitler, a quien a menudo aclamaba. También hubo burlas al fiscal, quien llegó a abandonar furioso la sala.
Luego de estar con un régimen privilegiado en la prisión-fortaleza de Landsberg, donde dictó a sus acólitos el libro Mi lucha, Hitler fue liberado luego de sólo cumplir nueve meses.
Como indica Werner Behringer, «su tiempo en prisión fue más como unas vacaciones», lleno de privilegios varios. En tanto Hitler destilaba racismo, revanchismo y odio en sus dictados, el director de la cárcel presentaba un informe escrito a las autoridades judiciales sobre el preso en que asombrosamente lo describía como «sensible, modesto y agradable con todos, especialmente con los oficiales que le cuidaban». Sobre la base de tal informe y en contra de la opinión del fiscal, el 20 de diciembre de 1924 el tribunal que lo condenó le otorgó la libertad condicional. Una especie de regalo navideño, en más de un sentido, ya que tampoco se le aplicó -al ser liberado- la accesoria de expulsión del país por ser extranjero (Hitler había nacido en Austria), exigible en virtud del artículo 9, párrafo 2, de la Ley para la Protección de la República.
A partir de allí y gracias a la popularidad ganada en el juicio y la victimización por la prisión, su ascenso al poder sería imparable.
Historiadores de la talla de Ian Kershaw o David King coinciden en que de haberse impartido justicia y condenado como correspondía, la historia de la humanidad hubiera sido muy distinta.
Kershaw dice al respecto que si Hitler hubiera recibido una sentencia larga, su culto «no habría tenido oportunidad de expandirse» y probablemente nunca hubiera llegado al poder. King, por su parte, entiende también que la carrera política de Hitler hubiera terminado. «Hitler era culpable de alta traición. Admitió su culpa, incluso se jactó de ello en el juicio. La ley estaba claramente del lado de la acusación. Si el tribunal sólo hubiera seguido la ley, Hitler habría sido encerrado y luego deportado de Alemania».

Es un claro recordatorio que nos muestra la historia que, cuando por la razón que sea, los tribunales evaden su deber de impartir justicia, abren la puerta a las peores calamidades sociales.

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