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Un riesgo para la autonomía universitaria

Por Horacio J. Etchichury - Exclusivo para Comercio y Justicia
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En estos días, el nuevo rector de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) ha propuesto incorporar al Consejo Superior –órgano máximo de gobierno universitario– a tres consiliarios: uno representará la “sociedad civil”, expresión que suele aludir a ciertas ONG; otro, el “trabajo”, lo que seguramente refiere a entidades sindicales; el tercero, a la “producción”, un eufemismo inexacto con el que se suele denominar al capital, uno de los factores de la producción.

Estos nuevos integrantes se sumarían pronto al Consejo. Provisoriamente tendrían solamente voz; más adelante la proyectada reforma política les otorgaría también derecho a voto mediante la modificación del Estatuto universitario.

La propuesta, según se explica, apunta a que la sociedad participe en la marcha de la universidad pública. De esa forma se podrá fortalecer el vínculo entre ambas. Otras voces han recordado además que la Ley de Educación Superior, sancionada por el menemismo en 1995, permite esta innovación institucional (art. 56).

Sin dudas, la UNC está siempre llamada a mejorar y profundizar su vínculo con el resto de la comunidad. ¿Es válido el mecanismo propuesto?

En mi opinión, la propuesta afecta la autonomía universitaria, consagrada en la Constitución desde 1994 (art. 75 inc. 19). ¿Qué es la autonomía en este contexto? Ante todo consiste en la capacidad de la universidad para gobernarse a sí misma. Es la condición para poder ejercer la libertad de decidir sus caminos en la búsqueda, discusión y multiplicación del conocimiento.

La universidad se propone como una comunidad política organizada en torno a la deliberación científica y filosófica, la labor pedagógica y la creación artística. Además de formar personas, su misión incluye encarar los problemas sociales, encontrarse con la comunidad.

Al reconocerle autonomía, la Constitución intenta impedir que ese debate y esas tareas sean afectadas por otros factores tales como el dinero, el poder administrativo, la fuerza o la intimidación. Por supuesto, esta autonomía se ejerce en el marco constitucional. Toda universidad debe respetar los derechos humanos y las competencias de las demás autoridades.

Por otra parte, la autonomía legitima la voz de la universidad en el debate público. La sociedad quiere escuchar o consultar a la universidad porque supone que no está ligada directamente a los diversos intereses que atraviesan el país, la provincia o la ciudad. Reforzar esa independencia de criterio es una misión permanente. Lo contrario de la autonomía es la heteronomía: el gobierno desde el exterior, desde otros. A lo largo de la historia, la universidad pública argentina atravesó intentos -más o menos exitosos- de convertirla en un ente digitado desde fuera, ya sea por intervenciones militares o civiles, o por las demandas del mercado o de intereses sectoriales.

Hoy el principio constitucional de la autonomía no permite subordinar el gobierno de la universidad a lógicas, actores o voluntades externas a ella, tales como las de asociaciones empresariales o sindicales o las de quienes dirigen y financian a las ONG. Ni siquiera la propia universidad puede hacerlo: no tiene atribuciones para renunciar a la autonomía que la Constitución le imprime desde 1994. Por eso, considero que la propuesta de ampliar el Consejo Superior contradice el art. 75 inc. 19 de la ley suprema.

Dialogar, encontrarse y vincularse con la sociedad (organizada y desorganizada) no implica cambiar el régimen autónomo por otro heterónomo, en el cual la autoridad tenga raíces externas. Del mismo modo, la Unión Industrial Argentina (UIA), la Confederación General del Trabajo (CGT), Cáritas o el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) pueden relacionarse con las universidades sin tener que darles un escaño con voz y voto en sus comisiones de gobierno.

La universidad debe estar presente en la sociedad, y la sociedad en la universidad, de todas las formas posibles. La autonomía da una identidad valiosa a la universidad en el espacio público es condición para esa presencia significativa, y no un obstáculo.

Para fortalecer esa vida en común, seguramente hay que ampliar la noción de sociedad, que no se limita al trabajo, el capital y ciertas ONG. También hace falta sostener el ejercicio pleno del derecho constitucional y humano a la educación superior (art. 13 del Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales), sin restricciones numéricas o pretendidamente meritocráticas; y esforzarse para que la integración del estudiantado refleje más proporcionalmente los distintos estratos socioeconómicos.

Hay que poner en libre circulación y uso para la sociedad argentina todo el conocimiento generado por la universidad, sin barreras creadas por patentes exclusivas o formas restrictivas de propiedad intelectual. Todos los saberes deben llevarse especialmente donde nunca o casi nunca llegan, para que las comunidades los pongan en juego con sus propios conocimientos y el diálogo social continúe.

Una universidad integrada a la sociedad necesita aumentar por todos los medios posibles la diversidad del cuerpo docente y no docente, y sumar a su comunidad a egresados de diferentes inserciones productivas y sociales. Vincularse con la realidad exige repensar aquellos sistemas de evaluación docente que hoy recompensan primariamente la conexión con la industria editorial o con los ejes de investigación de los países centrales, y dejan en segundo plano los esfuerzos para encarar las urgencias e intereses de nuestra comunidad.
Impulsando estas iniciativas, tendrá mucho más sentido crear, a la vez, amplios consejos consultivos para un diálogo significativo y permanente, trabajando en conjunto dentro y fuera de nuestras aulas y laboratorios. Integrarse a la sociedad exige que la universidad siga siendo su propia autoridad: ésa es la fuente de su legitimidad y la condición indispensable para su tarea de buscar y multiplicar libremente el conocimiento.

(*) Profesor adjunto, Facultad de Derecho, UNC. Investigador adjunto, Conicet

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