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Un hechizo perdurable

Por Alicia Migliore*
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Por Alicia Migliore

Si bien el deseo de Sarmiento al impulsar la creación de escuelas normales era lograr que mil maestros llegaran a nuestra tierra, logró que un puñado de 65 educadores respondiera a la convocatoria, y con ellos se multiplicaron los maestros en todo el territorio nacional.
Desde 1870 hasta 1884 lograron organizar y administrar 18 escuelas normales, que llegaron a ser 34 en 1889. Con criterio federal, se diseminaron en cada una de las capitales de las 14 provincias argentinas de entonces.
La transformación que produjo el hecho educativo afectó también a sus protagonistas: casi un tercio del grupo decidió construir su vida en nuestro paisaje, adoptando alumnos, lengua, costumbres y patria.
Se afirma que los restos mortales de 20 de esas maestras descansan en nuestro suelo. Invisibilizado el proceso en nuestra historia accesible y cercana, resulta difícil el rescate.
Hemos intentado localizar ese número de tumbas, más interesados en la valoración de quienes fueron en vida que en perseguir lutos o funerales.
Intentamos hallar la sepultura de Mary Olstine Graham, de quien sabemos que murió en la escuela, su escuela, el Normal 1 de La Plata, que hoy lleva su nombre. No conocemos el destino de sus restos pero sabemos que su nombre no fue borrado de la historia.

Muchos son los enamorados de esta epopeya y creemos invalorable la tarea emprendida por Rogelio Alaniz, Luis Blotta Stengel, Julio Crespo, la Biblioteca del Maestro y tantos historiadores locales o regionales que investigan la “Odisea laica”. Nosotros apenas traemos una pequeña aproximación, que creemos debe llamarnos a una reflexión profunda.
En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) están las tumbas de cinco de las maestras del loco Sarmiento: cuatro de ellas en el Cementerio Británico, en su condición de protestantes, impedidas de ingresar al camposanto de La Recoleta, como Juana Manso.
En estos “Sepulcros Históricos Nacionales” descansan Jennie Eliza Howard, la que pasó por Córdoba y luego de cumplir 36 años de servicio docente se retiró en 1903, y fue pensionada extraordinariamente en 1908; Sarah Chamberlain de Eccleston, experta en jardines de infantes, quien formó como profesora a Rosario Vera Peñaloza, antes egresada como maestra de la Escuela Normal de La Rioja. Allí están las hermanas Armstrong -Minnie y Frances-, ésta, quien inauguró el Normal de Córdoba; su hermana Clara Jeanette Armstrong murió en un viaje a Estados Unidos, sin embargo su nombre permanece en la Escuela Normal de Catamarca. En el cementerio de La Recoleta de la CABA está la tumba de Emma Nicolay de Caprile, quien en 1874 fundó la normal de maestras que funcionó en la quinta de la familia Cambaceres, luego en Recoleta. El presidente Julio A. Roca decretó a su muerte “Honras nacionales por sus incomparables servicios a la educación”.
Si bien tuvieron destacadísima actuación las maestras estadounidenses en la ciudad de Rosario, no recibieron hasta la fecha ningún homenaje en sus tumbas; están sepultadas en el Cementerio de Disidentes de Rosario Sara Strong, Virginia Allen Vinney Disisway, Clara Gillies de Bischof -quien fue la primera regente de la Escuela Normal de Rosario, en 1879; Mary Anne Gillies de Greaven y la jovencísima Guillermina Tallon.

Vecinos de Rosario señalan la diferencia de tratamiento de quienes reciben homenaje constante en Buenos Aires y quienes son literalmente olvidadas en los cementerios del interior, como Jennie Hunt, cuyos restos fueron al osario común.
En el microcementerio de la Estancia La California, muy cerca de Las Rosas, Dpto. Belgrano, en la provincia de Santa Fe, reposan los restos de quien en vida fue Clara Electa Allyn de Benitz, que llegó con su hermana France, renunciando a la docencia para casarse y tener ocho hijos en esta tierra.
A nuestra ciudad, silenciosamente llegaron las cenizas de la bulliciosa Frances Wall, cremada en La Chacarita y sepultada en la tumba de su esposo John Thome en el Cementerio de Disidentes.
Como sus colegas, Isabel King recorrió varias escuelas: estuvo en el Normal de Buenos Aires, en el de Concepción del Uruguay, luego en Goya y, requerida como directora, regresó a Concepción del Uruguay. Ante la proximidad de la muerte pidió ser enterrada en Goya, recordando cómo y cuánto la querían sus alumnos. Su nombre tampoco fue borrado de la historia: el salón de actos de la Escuela Normal Mariano Indalecio Loza lo lleva. Arraigada en San Salvador de Jujuy, adonde llegó como directora y profesora a fundar la Escuela Normal, Mary Jeanette Stevens fue apercibida por enseñar religión católica en la escuela pública; renunció a su cargo y se dedicó a la enseñanza de niñas recluidas en el Asilo del Buen Pastor.
En el cementerio municipal de Mendoza se encuentran dos amigas, quienes compartieron carrera docente y emprendimientos comerciales luego de jubiladas: Margaret Collord y Mary Morse. Ambas se desprendieron de sus bienes y regresaron a Estados Unidos; la nostalgia las devolvió a esta tierra, donde se afincaron y eligieron morir.

Nos parece imperativo rescatar estas historias porque fueron pioneras en saltar al abismo sin paracaídas, para enseñar a volar y ayudar a desarrollar alas. Iniciaron un camino que seguirían decenas de miles de personas en generaciones sucesivas con objetivos claros: democratizar la cultura, socializar los saberes, superar diferencias de orígenes, construir colectivos, atrapar sueños, aceptar desafíos y ayudar a crecer, crecer y crecer desconociendo límites impuestos por extraños.
Así vemos a aquellas maestras “importadas” y a todas las personas que abrazaron la docencia en cualquiera de sus niveles; munidas de conocimiento y formación académica, y con una condición no escrita, esencial para cumplir la tarea: una dosis de amor inagotable.
A quienes se les ocurra calificar de naif este párrafo, les invitamos a recordar sus pasos por las aulas, de uno u otro lado de pupitres y escritorios: encontrarán allí ese clima de amor que posibilita evocar el momento en que se aprendía a desarrollar las potencialidades de nuestra individualidad.
Es impactante imaginar a estas maestras importadas recorriendo ese derrotero por caminos ignorados hace siglo y medio. Conocemos la transformación que sufrió cada pueblo cuando se abrieron servicios educativos, la aceptación de las localidades vecinas que nutren aulas y multiplican egresados, evitando de ese modo el desarraigo.

¿Qué sociedad podría alcanzar un alto grado de desarrollo sin la presencia de quienes transmiten saberes y ganan por siempre el apelativo de maestros?
Recuperar el respeto por tan noble y trascendente misión, devolviendo el prestigio que la sabiduría impone, es una deuda que no puede ni debe seguir dilatándose. Esa negligencia habla de nuestra incapacidad social para advertir lo importante y desnuda la subversión de valores que nos conduce a esta realidad despiadada y con futuro incierto.
Encontramos esta deuda en una ley pendiente de cumplimiento, que dispone un monumento a las maestras estadounidenses. Creemos que honrarlas a ellas y a sus miles de sucesores es obligación. Proponemos un cenotafio de homenaje permanente.
Deberíamos multiplicar los espacios de memoria de los maestros en cada localidad; agregar el registro de quienes dejaron parte importante de sus vidas en las aulas; que sus alumnos puedan reencontrar esa realidad lejana que atravesó sus temores y les hizo crecer alas; y que ese recuerdo nos nutra, generación tras generación.
Quizás entonces no encontremos analfabetos a cada paso en la gran ciudad, y ya nadie nos pida que leamos instrucciones de cajeros o computadoras con barreras infranqueables para quienes no conocen las primeras letras. Será entonces cuando devolvamos la libertad perdida a aquellos que no logran articular pensamiento propio y son presa fácil para el abuso, la explotación o el clientelismo.

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