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¿Requiem al espíritu del rugby? (el crimen de Villa Gesell)

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Por Carlos Fernando Arrigoni (*)

Mucho se ha dicho y escrito a raíz del aberrante crimen que segó la vida de un joven, casi adolescente, a manos de una decena de rugbiers pertenecientes a un club de la provincia de Buenos Aires.

Algunos analizan el hecho como consecuencia de la violencia que se ha naturalizado y afecta a la sociedad en su conjunto, particularmente, a las generaciones de los más jóvenes. Es la opinión de quienes pretenden desvincular el rugby del episodio.

Otros condenan al propio deporte por sus características, apuntando que el crimen es la consecuencia de trasladar la violencia intrínseca del rugby hacia afuera de las canchas.

Creo que ambas posturas pecan por extremas y superficiales.

El rugby es el deporte colectivo por antonomasia, no sólo por la cantidad de jugadores que integran un equipo (15), sino también -principalmente- por las características del juego en el cual, según el momento, todos atacan y todos defienden y lo hacen “en bloque”. No es como en otros deportes colectivos (por ejemplo, el fútbol) en el cual hay roles asignados para el ataque o la defensa y de momento algunos se activan mientras otros participan del juego en forma pasiva.

Esto crea entre los miembros de un equipo de rugby una conciencia solidaria en la que cada uno sabe que no puede claudicar porque perjudica a todos, generando sólidos lazos de amistad y de pertenencia al club que representan. Es infrecuente que un jugador de rugby pase de un club a otro.

Por otra parte, el rugby es, sin dudas, un deporte de contacto violento, pero existen (o existían) estrictas reglas escritas y usos y costumbres afianzados tendientes a minimizar los riesgos de practicarlo.

En tiempos pasados una trompada, una patada o un insulto al árbitro acarreaba la temida “suspensión por 99 años”, vale decir, la expulsión del infractor de por vida. El conocido “tercer tiempo” era una expresión genuina y espontánea en el cual los circunstanciales adversarios en la cancha se reconocían amigos. De hecho, fuera del ámbito deportivo, los rugbiers de los distintos clubes compartían como tales reuniones sociales, vacaciones, salidas o encuentros en boliches, etcétera.

Tales valores y pautas de conducta, dentro y fuera de la cancha, conformaban aquello que se conoce como “el espíritu del rugby”. Y está tan acendrado el concepto que los rugbiers afirmaban y afirman que el rugby no sólo es un deporte sino una forma de vida inspirada en el sacrificio, la templanza y la solidaridad.

Sin embargo, aun en esos tiempos, eran comunes algunos hábitos distorsivos de tales principios y valores. Por ejemplo: si entre rugbiers se evocaba algún ex compañero, el comentario que surgía de inmediato era “fue un buen jugador”; o coloquial y simplemente se decia de él “¡qué jugador!”; o, de lo contrario, “dejó de jugar porque era medio cagón, se borraba…”

Esa concepción siempre me llamó la atención y me preocupó: valían más las condiciones deportivas que las virtudes personales. Algo que después se pudo ver en el “modelo” maradoniano.

Además, en determinado momento comenzó a generalizarse como táctica del juego, priorizar la fortaleza física por sobre la destreza o la técnica. Superar al adversario percutiendo sobre él hasta lograr doblegarlo o, mejor aún, someterlo. Así comenzaron los entrenamientos individuales, el gimnasio diario, la ingestión de vitaminas y otros productos energizantes, la dedicación al rugby casi full time, etcétera.

La superación por sumisión fue diluyendo los lazos de amistad con los rugbiers de otros clubes y fortaleciendo una mal entendida fraternidad entre los miembros del mismo equipo. Para colmo, las estrictas reglas de otrora se tornaron laxas y permisivas, sobre todo si se trataba de no truncar alguna promisoria carrera deportiva. Cuando advertí el fenómeno, dejé la práctica del rugby, en mi plenitud física y técnica.

A partir de allí, fueron frecuentes las grescas entre grupos de jugadores de rugby de distintos clubes, cada vez más violentas, dentro y fuera de la cancha. La enemistad sustituyó a la amistad y el adversario circunstancial pasó a constituirse en el enemigo permanente, en todo momento y lugar.

Es por eso que el salvaje y cobarde asesinato de Villa Gesell no debe sorprender ni puede calificarse como un hecho más en un contexto social de violencia. Es la consecuencia previsible (y evitable) de un fenómeno que venía asomando como la “Crónica de una muerte anunciada”.

Pero la culpa y la responsabilidad no es del rugby. No puede serlo porque el rugby es simplemente un deporte.

La culpa del crimen de Villa Gesell es de quienes lo cometieron y quiera Dios caiga sobre ellos el severo y justiciero peso de la ley.

En cambio, la responsabilidad recae sobre quienes, en el ámbito del rugby, han permitido o tolerado la degradación de los valores y principios que inspiraron el espíritu del rugby.

Respecto del hecho, la Unión Argentina de Rugby, ente rector de ese deporte en nuestro país, emitió un comunicado aludiendo a “…hechos públicamente conocidos de violencia física relacionados con jugadores de rugby…” ( !!!) y expresando: “Lamentamos profundamente el fallecimiento (sic) de Fernando Báez Sosa…Es aborrecible que un joven salga a divertirse y termine de esta manera”. Vale decir: nada de repudio, nada de mea culpa, nada de “hacerse cargo”…

A esta altura, cabe preguntarse: ¿Existe en la actualidad el tan mentado y promocionado espíritu del rugby?

No creo. Tampoco sé si con la mentalidad expuesta por las máximas autoridades del rugby nacional sea posible recuperarlo o recrearlo.

(*) Abogado, ex rugbier

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