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Reflexión sobre el Día del Abogado y la formación para el futuro de la profesión

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Por Armando S. Andruet (h) twitter: @armandosandruet

Todos conocemos que, a solicitud de la Junta de Gobierno de la Federación Argentina de Colegios de Abogados, el 19/12/1958 se aprobó por unanimidad el despacho de una comisión especial integrada por Eduardo García Aráoz, Luis A. Rassol y Policarpo Yurrebaso Viale, que aconsejaba consagrar como «Día del Abogado» para todo el país el 29 de agosto de cada año, fecha en que nació el insigne Juan Bautista Alberdi. 

Fuera de cualquier duda estaba ayer y también hoy que existe una relación causal entre nuestro texto constitucional de 1853 con la obra alberdiana, como de ella con los abogados tal como es correspondido. Haciendo estos últimos las permanentes vitalizaciones de aquélla, tanto como la profesión de abogar por los derechos de los demás lo requiera. 

Alberdi, sin duda, escribía acerca de un proyecto de constitución que, a la vez, habría de encauzar un emplazamiento de país y que ciertamente alcanzó una buena parte de ese auspicioso proyecto al tiempo de la celebración del primer centenario, en 1910. Luego las cosas fueron como sabemos y nos encuentran hoy, un siglo después, en condiciones totalmente desfavorables. Sin duda que haber definido la fecha del nacimiento de este prócer de la institucionalidad de la República por los abogados, para festejar su día profesional, tuvo el acierto de colocar como norte de la vida profesional abogadil el «progreso» y la «institucionalidad» como herramientas articulantes de la gestión profesional. 

Sin duda que para muchas personas ello parecerá no suficientemente reflejado, y articulan para tal tesis que la abogacía sigue siendo ejercida como lo es en general desde el siglo XVIII, mientras que casi cualquier otra profesión ha incorporado recursos tecnológicos que le han dado mayor precisión, previsibilidad y fortaleza al resultado que es materia de su objeto. 

Por excelencia, cuando de ello se quiere ilustrar, la medicina es siempre la abanderada y esto puede ser ejemplificado al observar la transformación que tenemos del acto semiológico de la consulta a la práctica de la telemedicina. 

Sin embargo, las dudas acerca de la falta de modernidad del ejercicio profesional del abogado me permito ponerlas en tela de juicio, pues una cosa es la utilización de los instrumentos que la modernidad tecnológica ofrece para el cumplimiento de un determinado arte, oficio o profesión, y otra muy distinta es qué o cuáles cambios respecto a los «bienes internos» de la profesión se han modificado. 

Pues si bien todo cambio profesional se comienza juzgando por la «forma» como es representado, su juicio definitivo se hace por la «materia» que consigna el cambio, antes que por la forma como se realiza. Cuando ello no se advierte debidamente coimplicado, se materializa el conocido axioma del gatopardismo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa.  

Creo, al fin de cuentas, que las «formas» de la práctica profesional son las que han variado en modo notable, no así la materia referida a los «bienes internos» de la profesión. Es muy probable que estemos muy próximos a ingresar (respecto a las «formas») en un espiral de transformación copernicano, en el que la imaginación y la realización pueden encontrar demasiados puntos de contacto; acerca de los cuales sería prematuro abrir juicio respecto a su positividad o negatividad. 

Alcanzo a percibir que hay en muchos autores un ideal tecnológico por demás respetable y significativamente importante, pero a veces en ellos no existe un adecuado sopesamiento de los demás elementos que contribuyen a la conformación del «logos humano» de la justicia, que la abogacía profesional canaliza frente al «logos técnico» que hoy inunda en buena medida y bajo ropajes diversos la producción científica de los juristas.

En estos días que hemos celebrado el Día del Abogado queremos reflexionar acerca de cuál sería la visión de un hombre de progresismo auténtico -como lo fue Alberdi- respecto al futuro de la abogacía en nuestro país. Pues el prócer de la Constitución miró el progreso de la riqueza económica, de la libertad de los ciudadanos y la institucionalidad de la república como ningún otro de su tiempo lo hizo. Naturalmente, no podemos achacarnos la condición de brindar una respuesta verdadera a ello; mas tal impedimento no me priva de hacer una conjetura, mirando a largo plazo, acerca de por dónde debería pasar el progresismo de la abogacía del futuro. 

He indicado más arriba la forma y la materia de la abogacía. En orden a la «forma» de cumplir los abogados con su ejercicio, es muy probable que las transformaciones sean desde ya muy severas. Si bien es, en nuestro parecer, incorrecto achacar que los avances tecnológicos en la práctica judicial son bajos o inexistentes (para lo cual baste recordar que hace 50 años los abogados debían pegar estampillas en los expedientes judiciales para consolidar el pago de aforos impositivos y hoy ya no existen expedientes en soporte papel), existe una cantera gigante de ejemplos y también una inigualable capacidad ficcional para pensar el futuro. 

Sin embargo, todo ello por venir, pese a lo colosal que pueda ser, es siempre instrumental. Será más rápido, más eficaz, más eficiente, más confiable, más transparente. Al fin de cuentas, «un más» de algo operacional para el mejor resultado de la acción. 

Aristóteles bien podría decir frente a ello que se trata de la poiesis de la abogacía. Esto es, las acciones que son realizadas por el abogado para que con ellas se perfeccionen los derechos de sus defendidos de la mejor manera. Pero aun tan loable resultado no transforma lo operativo en sustantivo. 

Hay que revisar también la misma praxis del abogado: esto es, las acciones mediante las cuales el ejercicio profesional satisface los bienes internos de la profesión de abogar por los otros. Es allí donde quiero detenerme un instante.

A tales efectos, bien vale preguntar, no por el resultado profesional de los abogados sino cuáles han sido sus ámbitos formativos, toda vez que las generaciones de profesionales de la abogacía son el resultado más o menos deseado que las facultades de derecho han puesto en su graduado como anhelo de concreción profesional. 

Esto es, haberse realizado en tales ámbitos las preguntas centrales que comienzan por las formas y concluyen en la materialidad de los bienes internos de la profesión que se enseña. No hace falta leer con total atención -lo cual es muy recomendable- la obra de Yuval Harari (21 lecciones para el siglo que viene) para entender que en el capítulo 19 interroga cómo será el mundo de 2050. Acerca de que si las universidades han repasado que una persona nacida en estos años, cuando tenga 30, será parte de ese mundo.  

Invito a recorrer los documentos proyectivos hechos por expertos, científicos y académicos respecto a tal cuestión, para luego preguntarnos: ¿qué habría que enseñar a los abogados? No sólo en orden a las «formas» instrumentales sino a los «bienes internos» o de la materialidad de la abogacía. 

Un documento serio está disponible como resultado de la iniciativa «OpenMind«, que ha reunido a algunos de los mayores expertos en robótica, inteligencia artificial (IA), biología y evolución humana.

Con miras a la educación en general, afirma Harari que lo que habrá de enseñarse es pensamiento crítico, comunicación, colaboración y creatividad. Sin duda que formar a abogados con dicho fenotipo profesional es desafiante, pero deberá ser así para el futuro. Sin embargo, la pregunta por el genotipo profesional o por los bienes internos, ¿qué respuesta habrá de tener? Ello es más desafiante todavía.

Muy probablemente debamos pensar que el código binario de la digitalización sea también el nuevo rector de las controversias humanas y que las intervenciones judiciales serán inferiores a las actuales y, en todos los casos, totalmente logradas bajo desarrollos de IA que transformarán «el acto de juzgar» en un resultado de «justicia de la evidencia». Ello así, gracias a potentes algoritmos. Toda respuesta será precisa, completa y automática.

Los abogados sólo serán tales para los supuestos nuevos que pasen a construir los futuros algoritmos de la «justicia de la evidencia» y, por ello, dependerá de la formación que ellos posean de trasladar a la IA, dimensiones de justicia y de lo justo para que luego existan dichos registros en el algoritmo. 

Por ello, fortalecer abogados en los «bienes internos» o materiales de la abogacía no puede ser resignado, puesto que será la única garantía del «logos humano» en un mundo bajo el «código binario».

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