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Por la gracia de Dios

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Por Edmundo Aníbal Heredia (*)

Tanto los españoles que vivían en España como los que vivían fuera -por esas cosas del régimen-, creían que cuando Franco muriera el franquismo terminaría. Desde años atrás habían observado la declinación del régimen, junto con el deterioro físico del Caudillo. Esperaron impacientemente, y respiraron aliviados cuando el suceso esperado ocurrió, en 1975.

La espera fue larga, y hubo quienes, ya longevos, habían declarado con pesimismo que Franco los iba a enterrar a todos, y no en el Valle de los Caídos sino en una fosa común.
Casi medio siglo después aquella expectativa reaparece en la figura de un partido político denominado Vox, que ha obtenido posiciones en el Congreso en las recientes elecciones, y que parece tener la intención de reverdecer aquel régimen. Puede ser interesante una revisión de aquellos últimos años del franquismo, ante la posibilidad de que se intenten atar los nudos del pasado con los del presente
En esos últimos años del franquismo la televisión era oficial, o no era. El noticiero NO-DO ocupaba la hora central, cuando la gente ya estaba en su casa de regreso del trabajo; duraba una hora. En la primera media hora se relataban los trabajos del Caudillo, desde que salía de la cama, luego de su misa diaria y hasta el final del día.
También había un espacio para Doña Pilar, que casi todos los días inauguraba un puesto de salud, después de oír la misa diaria. La segunda media hora del noticiero era dedicada a las noticias del extranjero, casi todas ellas negativas, bochornosas, crueles; se alternaban los desórdenes públicos en los que se rompían vidrieras y se provocaban incendios en alguna parte del mundo.

El contraste con las imágenes que mostraban la paz, el orden y la felicidad que reinaban en España eran notables. Por algo era Caudillo por la Gracia de Dios, como rezaba en las pesetas y en las perras gordas. La prensa escrita era oficial, o no era.
El diario ABC cantaba loas al Supremo y lo apoyaba con entusiasmo en los esfuerzos que realizaba para restaurar una monarquía sumisa, en tanto que se congratulaba por todo lo que el caudillo hacía para dejar las cosas «atadas y bien atadas», como le gustaba decir. En esos últimos años Juan Carlos de Borbón había sido designado futuro rey y había jurado fidelidad a los principios del Movimiento
En realidad la designación le correspondía a su padre, Juan, Conde de Barcelona, por ser el primogénito de, Alfonso XIII, el último rey ya fallecido; de modo que no se trataba de reponer la monarquía en el debido orden sucesorio, sino al elegido por el Generalísimo, pero a quien no le gustaban las ideas liberales de Juan. El Príncipe había sido cuidadosamente controlado por su jefe asignándole una educación exclusiva, privada e insospechada de heterodoxia, para lo cual lo recluyó en un pequeño palacio cercano del monasterio de El Escorial, ambiente el más indicado para que el joven se imbuyera de la atmósfera imperial y monástica que siglos atrás había impuesto ahí Felipe II. Allí el futuro rey recibía las lecciones de notables y famosos catedráticos que profesaban una rancia hispanidad, escogidos por el mismo caudillo.
En tanto, el agraciado de Dios continuaba su tarea cívico-evangelizadora y se congraciaba declarando a quien lo oyera que las cosas quedarían «atadas y bien atadas». Ese año había ocurrido un hecho importante y para muchos decisivo en la etapa final de la era franquista, que daría lugar a lo que en la historia de España es conocido como «El Proceso de Burgos».

Un grupo de etarras, partidarios de la independencia del País Vasco, fue acusado de cometer violentos actos de rebelión contra el régimen. Los inculpados fueron detenidos y juzgados en Burgos. El hecho adquirió una importancia inusitada hasta constituir hoy un capítulo destacado de la reciente historia del país. En los meses siguientes y durante todo el año 1970, tanto el gobierno como el pueblo tuvieron como principal preocupación el proceso judicial, al que se vio como el hecho fundamental para juzgar el franquismo en todos sus actos y consecuencias futuras; el proceso pasó a ser un hecho de repercusión en el mundo. Los acusados fueron condenados a muerte; por entonces no se concebía otro castigo para quienes osaran desafiar el orden divino representado por el Caudillo.
Aunque ya el fusilamiento era un método para aplicar la pena, se decía que la muerte sería por garrote, esto es estrangulamiento con un hierro en forma de U que se aseguraba en un palo; el reo era colocado de espaldas al palo y el hierro se ajustaba con un torniquete apretando el cuello del reo hasta estrangularlo.
La evocación de los tiempos medievales y de la conquista española de América eran inevitables. España parecía permanecer aún en aquella época.
De pronto el Proceso de Burgos hizo revivir y actualizar el recuerdo de esa larga historia. Se aproximaba la celebración de la Navidad; como en la actualidad, los españoles unían los festejos con la devoción religiosa, la alegría con el recogimiento. El discurso de fin de año del caudillo era esperado como nunca, porque inevitablemente tendría que referirse a los condenados a muerte, y él, caudillo por la gracia de Dios, era la única persona en el mundo que podía librarlos de su destino fatal, a cambio de la prisión perpetua.

Manifestaciones, marchas y huelgas clamaban con violencia en favor de los reos, A todo esto, había llegado una carta del Vaticano, en la que el Papa se interesaba por el caso y en especial por la suerte o la desgracia de dos sacerdotes que estaban entre los condenados. Llegó el momento del mensaje televisivo del Supremo, el 30 de diciembre. El caudillo anunció al pueblo español la conmutación de las penas de muerte: «Las clamorosas y multitudinarias manifestaciones de adhesión que habéis rendido en los últimos días, no solamente a mi persona, sino al Ejército español y a nuestras instituciones, ha reforzado nuestra autoridad de tal modo, que nos facilita, de acuerdo con el Consejo del reino, el hacer uso de la prerrogativa de la gracia de indulto de la última pena…» Con este discurso Franco quedó bien con Dios y con el diablo, porque con ambos parecía tener buenos diálogos y entendimientos.
En 1973 Franco le aplicó al futuro rey una nueva atadura, nombrando en la vicepresidencia ejecutiva y ante el deterioro de su salud al almirante Carrero Blanco; le impuso la expresa misión de controlar al rey luego de su muerte, la de él. Quizá eligió a un marino para esa tarea tan especial, porque como hombre de mar sabría hacer buenos nudos y mantener las cosas atadas y bien atadas. Pero poco después de su designación Carrero Blanco voló por los aires dentro de su auto cuando transitaba por una calle del Madrid antiguo, recién purificado porque estaba saliendo de su misa diaria; fueron los efectos de una bomba que depositó máquina, almirante y custodios sobre los tejados contiguos a la iglesia de su devoción. Por fin llegó la largamente esperada muerte de Franco.

La etapa de transición estuvo a cargo del presidente Adolfo Suárez, quien luego sería elegido democráticamente y cuyo desempeño recuerdan con agradecimiento y alivio los españoles memoriosos.
A él le correspondió tomar la determinación de la esperada conmutación de la pena a los condenados de Burgos, en 1977. Por fortuna, el advenimiento al trono de Juan Carlos de Borbón demostró que Franco no había dejado las cosas lo suficientemente bien atadas, a pesar de que había contado con la gracia de Dios. Quizá había pensado en ello cuando un par de años antes de su muerte le encomendó al encumbrado marino la tarea de vigilante, a quien también enterró; el almirante seguramente debió ser un buen atador de nudos, pero no tuvo la gracia divina, reservada exclusivamente al Caudillo. Y he aquí que en este año 2019, después de casi cincuenta años de aquello que ahora rememoramos, reaparece en España la posibilidad de que haya quienes quieran resucitar esos sucesos, justamente en el mes de la Pascua de Resurrección.

(*) Doctor en historia. Miembro de Número de la Junta Provincial de Historia de Córdoba.

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