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Pasión por la cosa pública

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Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth**, exclusivo para Comercio y Justicia

La pasión es un sentimiento vehemente, capaz de dominar la voluntad, nos explica el diccionario de la Lengua de la Real Academia Española.

En su etimología, proviene del verbo latín “patior”, que significa sufrir o sentir. Se trata de una emoción que engloba el entusiasmo o deseo por algo.

Se trata de un sentimiento que es bueno que esté presente en la vida de las personas, pero que -también- resulta crucial en los líderes y gobernantes.

Reiteradas veces hemos manifestado nuestra preocupación por la pérdida de credibilidad de nuestras instituciones. El humor social respecto a su funcionamiento demuestra día a día el aumento de tal descrédito. Frente a esto, nuestras autoridades parecen no asumir en serio esta realidad. Sólo de palabra hablan de fortalecer una institucionalidad que muchas veces resulta afectada negativamente por sus acciones.

Un claro ejemplo de ello ocurrió días pasados con el diputado “hot”. Hablamos del legislador por Salta a quien, en plena sesión virtual de la Cámara, se vio besando los pechos de su compañera, lo que causó el repudio de todos sus colegas y la reacción del presidente del cuerpo, quien inmediatamente lo suspendió. Terminó esta etapa de la historia con su renuncia.

Sin embargo, hacer foco sólo en este episodio es un error, a nuestro criterio. Si nos centramos en el Congreso de la Nación, tenemos legisladores no sólo con causas penales en curso sino también con procesamientos firmes e incluso condenas. Pero parece que eso no inhabilita moral o políticamente -no hablamos legalmente- para ejercer una función tan relevante como ser parte de uno de los poderes de la Nación.

Además, día a día nos encontramos con chicanas políticas, ésas de que disfrutan tanto muchos de nuestros representantes, y que sólo son sofismas, que podrán servir para ganar alguna “batalla” política pero al progreso y mejora del país nada ayudan. Justamente, durante la misma sesión en la que la que se suspendía al diputado salteño, el legislador Jorge Sarghini, al tratar el proyecto de ley que prohíbe la ayuda estatal a empresas radicadas en paraísos fiscales, pidió la palabra para poner en evidencia un cambio de último momento en el proyecto -que ni siquiera habían podido leer-, que contra lo acordado previamente buscaba que se apruebe. Como reacción a esta “avivada” política manifestó:  “¡Por favor, presidente, reflexionen! Yo no sé cómo decirles que estamos en una situación que, si algo necesita, es fortalecimiento institucional; y hoy que todos estamos avergonzados por cosas que pasan estamos más obligados que nunca a dar señales de que quienes trabajamos, trabajamos en serio”.

Pero no sólo así se debilita la credibilidad en las instituciones. El comportamiento de sus miembros también ayuda a ello. No puede ser que aparezcan legisladores durmiendo o tomando whisky, tal lo dijo el mismísimo presidente del cuerpo, Sergio Massa.

El periodista, escritor y miembro de la Real Academia Arturo Pérez-Reverte los otros días tuiteaba estas palabras: “Actualmente el problema de España no es la Constitución, sino la actual clase política. Este país cuenta con todos los instrumentos democráticos para funcionar perfectamente: unos excelentes mecanismos democráticos que fueron consensuados, aprobados y votados hace tiempo. El problema es que hay una clase política que muestra un egoísmo extremo, que quiere derribar ese sistema de pesos y medidas políticas y sociales para hacer sus pequeñas parcelas, sus pequeñas empresas, sus pequeños negocios locales. El problema de España no es una democracia de baja calidad, sino la baja calidad intelectual y moral de la clase política”. Queda abierto al juicio del lector si se nos aplica y cuánto.

Los antónimos de la pasión resultan la indiferencia, apatía, frialdad, desinterés, o el desafecto. Pero también se sitúan en sus antípodas odio y rencor.

Una democracia no puede tener calidad sino con un cierto apasionamiento por lo público. Por algo, los grandes líderes de la historia han sido gente apasionada. Un rasgo que no se ve mucho en nuestros actores públicos.

Pero también nosotros como ciudadanos, como demócratas, debemos apasionarnos. No sólo con el voto en su oportunidad sino también en participar de los asuntos públicos. Como nos parezca, por las vías y el modo que nosotros decidamos. La ciudadanía de calidad implica el no desentenderse de las cuestiones que nos afectan. Sobre todo, en controlar lo que llevan a cabo aquellos que nos representan.

Complica conjugar tales actividades con las exigencias de nuestra vida diaria. Desde ya, en la mayoría de los casos. Pero la alternativa es dejar libradas a la buena de Dios nuestras libertades y derechos más básicos.

(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas
(**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales

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