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Oliver Metzner, el más discutido de los letrados franceses

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Pudo con la defensa de casi cualquier caso, excepto del propio y ante sí mismo.

Por Luis R. Carranza Torres

Olivier Metzner fue el más exitoso abogado defensor de Francia y aledaños. Defendió todo lo defendible y aun lo indefendible. Mariano Arbonés despotricaba hace años, respecto de los que habían convertido el proceso penal en una «fábrica de nulidades». Metzner era un claro exponente de esa «línea de trabajo» en tierras francesas.

Nacido en una familia humilde normanda en Champ-Haut, en 1949, y abogado desde 1975 luego de cursar estudios en la Universidad de Caen, Metzner ascendió sin pausa y a puro esfuerzo por toda la cadena letrada penal, desde abogar por malhechores comunes hasta especializarse en «derecho penal de los negocios», es decir los crímenes del dinero.

Se convirtió entonces en «una de las togas más reconocidas del Palacio de Justicia de París», representante de los ricos y poderosos en los mayores escándalos que llegaban a los tribunales galos. Desde el cantante de “Noir Desir”, Bertrand Cantat, el operador bursátil Kerviel, que causó pérdidas de 5.000 millones de euros al banco Societé Générale, a la hija de la heredera de L’Oreal Liliane Bettencourt, Françoise Bettencourt-Meyers, o la aerolínea estadounidense Continental Airlines en el caso por el accidente mortal del Concorde, y el mismo ex primer ministro Dominique de Villepin fueron, entre otros, sus clientes.

Amante del arte contemporáneo y fumador incorregible, siempre llevaba unas gafas de leer apoyadas en la punta de la nariz. Era un clásico judicial su imagen en las audiencias de los juicios penales, con su toga puesta y hablando por sobre sus lentes a quienes debían decidir el caso.

Su principal habilidad era la de detectar errores de derecho o de procedimiento. Pero Metzner no sólo se sabía la ley penal del derecho y del revés sino que fue quien primero entendió que en esta sociedad de las imágenes y las comunicaciones a distancia, uno es juzgado primero por el tribunal de la opinión pública antes que en los palacios de justicia. Y que no pocos, en los segundos, se intimidan del primero. Hecha tal constatación, la explotó a su favor haciendo uso y abuso en el particular. Renegaba de los colegas que «piensan que todo se hace en la propia audiencia”, y en cuanto a las habilidades de un defensor penal, sostenía que “hacer las preguntas correctas es mucho más difícil que hacer discursos».

A pesar de ser el abogado más conocido de Francia, no sólo en los círculos altos sino en casi cualquier lado, era de carácter retraído y poco se filtraba de su vida personal. Contribuía a ello la tradicional discreción de los galos y su prensa respecto de las cuestiones personales, de la cual nosotros, como sociedad, carecemos. No se le conocieron en vida relaciones sentimentales de entidad o duración, pese a que suscitaba, como pocos, el interés de bastantes francesas, con toga de abogadas o sin ella.

Se trataba, en definitiva, de un hombre centrado en sí mismo, que permaneció soltero y nunca tuvo hijos. Cuando puso en venta su posesión más preciada, su isla privada en el Atlántico Norte francés, un periodista del diario Le Figaro le pregunto el porqué. Respondió parcamente que tenía «otro proyecto», el cual era: «Encontrarme más con el mar». Había adquirido la isla de Boëdic, de siete hectáreas, en el golfo de Morbihan, en la Bretaña francesa, en septiembre de 2010, por $2,5 millones euros, y la puso a la venta en noviembre de 2012 por 10 millones de euros.

Casi medio año después su cuerpo se encontró sin vida, flotando en aguas de su isla, junto a una nota en que explicaba su decisión de poner término a sus días. Tenía 63 años y muy pocos allegados. Uno de ellos, Maître Emmanuel Marsigny, declaró: «Tenía la reputación de ser un hombre duro, pero, en verdad, era extraordinariamente sensible… Fue uno de los mejores en defensa de otras personas, pero no pudo defenderse a sí mismo». Era su socio en el estudio desde hacía casi dos décadas, por lo que tal vez hablara con conocimiento de causa.

Un adversario suyo, el también célebre abogado Georges Kiejman, quien en una audiencia de un tribunal estuvo a punto de pelearse a golpes con Metzner, al enterarse de su muerte no pudo evitar conmoverse ni hablar con sinceridad: «Supuse equivocadamente que era un hombre sin corazón o sentimientos, pero la forma de su muerte sugiere que también tenía sus fragilidades».

Si así fuera, esa mañana de mediados de marzo de 2013, cuando se introdujo por última vez en las aguas del Atlántico, el abogado de lo indefendible iba decidido a perder su último juicio sobre esta tierra, conocedor como nadie del peso de sus propios errores.

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