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Liberar a las mujeres que esconden nuestras calles (1/6)

Por Alicia Migliore*
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Busquemos a las mujeres
que nos faltan para que
el protagonismo femenino deje
de estar oculto entre las sombras.

Desde que era niña sostengo una manía rayana en la obsesión: buscar los personajes femeninos en los libros, las películas, y después en la televisión. Criada en un hogar donde existía clara conciencia de la importancia de la lectura, aunque se desconocía una línea de títulos a sugerir, crecimos leyendo mucho y variado: mis hermanos mayores devoraban esa especie de ficción (o anticipo del futuro) de Julio Verne. Yo lo intenté y me decepcionó que sólo hubiera personajes masculinos. Lo abandoné.

Con autorización paterna me dirigía a la librería de la esquina y me proveía de libros en los que aparecieron nenas, mujeres: por supuesto las hermanas (Meg, Jo, Beth y Amy) March de Mujercitas, Heidi acompañada de su adorable abuelo, Jane Eyre, La Princesita rescatada por su padre, las investigaciones siempre exitosas de Nancy Drew.

Pasé tardes disfrutando su lectura y noches sufriendo al recordar sus padeceres. A estos personajes femeninos se sumaban los de las películas que llegaban para niños y niñas en la medianía del siglo XX: mientras los varones salían con olor a pólvora de todos los tiros que disparaban en los “capítulos” que exhibían sobre vaqueros y corrían a algún indio escapado de la pantalla, las nenas llorábamos las lágrimas que nos quedaban con las desventuras de Marisol, Pollyana, que cuando no quedaban huérfanas, quedaban paralíticas, contando siempre con figuras masculinas protectoras.

Llegaría en esos tiempos la televisión. Pero el deslumbramiento inicial –difícil de entender hoy- no traería la reivindicación esperada: a la hora de la merienda vimos por años a “Vic Morrow como el Sargento Sanders” en Combate (una guerra interminable en la cual las mujeres parecían haberse extinguido o, peor aun, no haber sido creadas jamás). A continuación, se incendiaba el mapa y entrábamos a La Ponderosa en Bonanza; estoy convencida de que las únicas mujeres que entramos en esa estancia fuimos las nenas que estábamos frente a la pantalla. Debo agregar también que Jim West daba espacio en algunos capítulos a mujeres, que eran, en su mayoría, prostitutas y maltratadas por los hombres rudos, según mi recuerdo.

Actualmente, esa búsqueda intuitiva de mis congéneres en los libros y películas – que imagino idéntica en cada una de las pequeñas lectoras de la época- ha sido focalizada como objeto de estudio y estadísticas. Se habla de discriminación en los medios, que relegan a la mujer a papeles secundarios, cuando no inexistentes, proponiendo entonces un modelo femenino absolutamente subordinado y accesorio prescindible en un mundo masculino.

Poco se ha evolucionado en estos temas a juzgar por las estadísticas y reclamos que formulan tanto las organizaciones dedicadas a estudios de género, como las que defienden los derechos laborales de quienes se desempeñan en pantalla: los primeros, por el papel disminuido de los roles femeninos a pesar de que la mayoría de la población la integran las mujeres; las organizaciones sindicales, en tanto, porque esta postergación significa menos trabajo, menos salario, menos posibilidad de crecimiento, etcétera.

En la “pantalla chica” podemos advertir que las mujeres aparecen como un objeto decorativo, absolutamente decorativo, junto al bolillero – si se trata de un sorteo-, junto al automóvil – si es una carrera-, en el ring – si es boxeo- y en toda otra actividad deportiva.

Siempre aportando la imagen de belleza, con poca ropa, nula expresión de su aspecto espiritual, intelectual. Los shows y programas de entretenimiento se esmeran en construir mujeres bellas, jóvenes y tontas como un modelo susceptible de imitar para las niñas.

La búsqueda no es arbitraria ni caprichosa: este mundo androcentrista se nutre de los hombres del pasado en los que abrevan los del presente preparando el terreno que liderarán sus hijos. Las mujeres nos buscamos para encontrarnos a nosotras mismas y que nuestras hijas vean el camino recorrido, las puertas abiertas, las barreras derribadas…
Lo expresa con claridad la chilena Margarita Pisano: “Si las mujeres se quedaran en el descubrimiento de sí, no alcanzarían a leerse en la memoria de las mujeres que las precedieron”.

Admitiendo que buscar a las mujeres del pasado es buscarnos a nosotras mismas, vuelvo a mi ciudad por adopción, mi Córdoba linda, ciudad de mis amores, y busco a las mujeres.

¿Dónde empiezo a buscarlas? ¿En sus calles, en sus plazas, en su presencia sobreviviendo al tiempo y a las tempestades políticas y religiosas? Están y perviven en ese cuidadoso cuanto arbitrario distribuidor de glorias y lisonjas al que llaman nomenclador cartográfico municipal, del que difícilmente puede conocerse su mecánica porque tiene mucho de injusto, parcial y odioso, en manos de aquellos que no se apegan demasiado a las normas, desoyendo los consejos de sus administradores.

(*) Abogada-ensayista. Autora del libro Ser mujer en política.

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